Kant: Análisis del derecho de resistencia

República ilustrada
julio 7, 2021
Kant subjetividad conocimiento

¿Cómo es posible que un pacifista, ilustrado y devoto al progreso humano no vea con buenos ojos la sublevación popular, aun cuando esté más que justificada? ¿Acaso la paz no sólo es orden sino justicia social? Más allá de una aparente contradicción o guiños al conservadurismo, a la hora de analizar el derecho de resistencia en Kant, conviene verlo a partir del derecho y la historia juntos. Porque mientras la primera prohíbe la rebelión por ser un contrasentido lógico jurídico, la otra lo aprueba porque desarrolla las disposiciones morales del hombre. Es quizás esta la manera de resolver la paradoja que este pensador alemán simpatizante a la revolución francesa mostraba en sus escritos, sin arriesgar la rigurosidad racionalista en el esbozo de la teoría del derecho y su defensa del poder del pueblo como base del futuro Estado. ¿Cómo se presenta dicha doble perspectiva? ¿Cuáles son las herramientas que el ciudadano cuenta para afirmar y defender sus derechos?

Para empezar Kant dota al contractualismo un contenido nuevo en comparación con los demás exponentes de dicha corriente. Al elaborarla dentro del marco de su metafísica, a Kant no le interesa verificarla históricamente sino explicarla racionalmente. Según Felipe González: «El problema que Kant sitúa en el centro de la especulación política no es el Estado como debiera ser, no es en absoluto un problema de carácter práctico o utópico, sino un problema estrictamente teórico», donde el Estado no es concebido como un fenómeno histórico sino como una idea de la razón desprovista de toda causalidad en el tiempo (Kant, 2005b, p. 70). Se trata de pensar, en términos formales y universales, cómo es posible el Estado desde la facultad legisladora de la razón práctica y cómo es posible que la libertad de uno sea compatible con todos.

Como primer paso de esta construcción conceptual Kant parte de la deducción trascendental para definir al Estado como una condición formal con la que garantiza el orden jurídico, y el derecho a su vez como «conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad» (Kant, 2005a, p. 72). De ahí se deriva el principio universal del derecho de obrar externamente de tal modo que el libre ejercicio de su arbitrio pueda conciliarse con la libertad de todos según una ley general de libertad[1]. Esto da a entender que si se admitiese una máxima que universalice la resistencia, destruiría cualquier orden jurídico, haciéndolo contradictorio. Para legitimar la fundamentación del Estado Kant emplea la idea del contrato originario, cuya formulación se apoya en la unión de las voluntades particulares en una voluntad general. La salida del estado de naturaleza y la entrada a la sociedad civil no implica un sacrificio de la autonomía individual, al contrario, se robustecen porque los cimientos en los que se erige la constitución están fundados en la formalidad y universalidad de las leyes de la razón, de acuerdo al postulado de la libertad. Abandonando la libertad desordenada y sin ley, se recupera íntegramente en la dependencia legal, derivada ésta de su propia voluntad legisladora (Kant, 2005a, p. 142).

De este modo Kant separa el origen histórico del Estado de su fundamentación legitimadora, admitiendo por un lado que «cualquier Estado que se adecue al ideal del consenso es un Estado inspirado en la idea del contrato originario», aunque nunca haya sido formalizado dicho pacto. Y por otro lado, «niega que el consenso pueda ser el fundamento del Estado futuro que se instaurará mediante la aprobación de un contrato social». Ante los efectos, la omisión historicista de Kant en el contrato social trajo consigo el retiro de la fuerza revolucionaria que Locke y Rousseau habían promulgado. Puesto que permitía cuestionar la legitimidad de los Estados, pero ahora con Kant se pierde cualquier eficacia práctica como instrumento de lucha política, como medio eficaz de crítica y de justificación del cambio (Fernández Santillán, 1992, p. 68).

Pero también esta negación de verificación histórica se traduce en que como no es posible escudriñar los orígenes del Estado, obliga «a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo» y a concebir «a cada súbdito, en la medida en que éste quiera ser ciudadano, como si hubiera expresado su acuerdo con una voluntad tal» (Kant, 2004, p. 216). Ello implica que si no se reconoce el derecho ciudadano a discrepar las leyes emanadas del gobierno, entonces la legalidad no es la manifestación de la voluntad general, careciendo de total legitimidad, abriendo las puertas a la sublevación como reacción inevitable a las injusticias.

Como condición ineludible es preciso que la constitución a adoptar sea la república, por ser la única que deriva de la idea del contrato originario y de la que se fundamenta en la voluntad unificada del pueblo. De esta manera el poder soberano es el propio pueblo representado en el poder legislativo, cuyas leyes públicas son un acto de una voluntad pública, de la que procede todo derecho y, por tanto, no ha de cometer injusticia contra nadie. Mas como no todo el pueblo ejerce el poder político y emitir las leyes, el gobernante ejerce como mediador entre el pueblo como soberano y el pueblo como súbdito, en cuyas funciones puede ejercer un poder insoportable (Serrano, 2004, p. 137).

En este caso es verdad que Kant no condena al pueblo a la pasividad puesto que ellos cuentan con el principio de la publicidad según la cual son injustas todas aquellas acciones referidas al derecho de los hombres cuyos principios no concuerden con su divulgación (Kant, 1998, pp. 61-62). El poder es trasferible pero no la voluntad general. De esta manera los legisladores no pueden decretar unilateralmente la validez de una ley, sin antes hacerla pública para someterla a la crítica de todos los ciudadanos. En efecto, como salvaguarda de los inviolables derechos Kant defiende la crítica pública, la libertad de expresión, para obligar al soberano a hacer reformas en nombre de la justicia. No hay peligro «en consentir a sus súbditos que hagan un uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de dicha legislación, aun cuando critiquen con toda franqueza la que ya ha sido promulgada» (Kant, 2004, p. 92).



Así las opiniones emanadas de los individuos sirven como material para reformar las leyes: «la libertad de pluma es el único paladín de los derechos del pueblo (…) Pues querer negarle esta libertad no sólo es arrebatarle toda pretensión a tener derechos frente al supremo mandatario (…) sino también privar al mandatario supremo (…) de toda noticia sobre aquello que él mismo modificaría si lo supiera, dando lugar a que se ponga en contradicción consigo mismo» (pp. 226-227). Dicho esto los ciudadanos pueden quejarse, mas no pueden dejar de cumplir con el principio de la legalidad. Si la soberanía encarna en la legalidad, no puede reconocerse ninguna autoridad que esté por encima de ella: «Permitir todavía una resistencia contra esta plenitud de poder (resistencia que limitaría aquel poder supremo) es contradecirse a sí mismo; porque entonces aquél (…) no sería el poder legal supremo, que determina primero lo que debe ser o no públicamente justo y este principio descansa ya a priori en la idea de una constitución civil en general, es decir, en un concepto de la razón práctica…» (Kant, 2005a, p. 188)

Cabe recalcar que para Kant «es fundamental tener siempre presente la diferenciación entre el nivel normativo y el nivel operativo», entre una república ideal y una república real (Serrano, 2004, p. 137). Es indudable que en ningún Estado real se ha realizado por completo la soberanía popular puesto que la inadecuación que existe entre esos dos modelos de república exige que en la práctica política los ciudadanos no cesen de actuar para adecuar el orden legal a sus intereses. En la teoría jurídico-política de Kant no existe un fin de la historia ya que los seres humanos están condenados a perseguir eternamente los ideales que se derivan de la razón pura: «Las formas del Estado representan sólo la letra de la legislación originaria del estado civil (…) Pero el espíritu de aquel contrato originario implica la obligación, por parte del poder constituyente, de adecuar la forma de gobierno a aquella idea, por tanto, si no puede hacerlo de una vez», es obligatorio «ir cambiándola paulatina y continuamente hasta que concuerde, en cuanto a su efecto, con la única constitución legítima, es decir, la de una república pura…» (Kant, 2005a, p. 162).

Pero si el poder arbitrariamente niega los cambios necesarios, no es de extrañar que Kant abra la posibilidad de la violencia. Inclusive Felipe González afirma que su veto a la resistencia y al mismo tiempo su simpatía hacia los diversos procesos revolucionarios del momento como los de las Trece Colonias, Irlanda y Francia se debe a la doble perspectiva de juzgarlos. Los ve «desde el punto de vista del progreso general de la humanidad y en relación con el fin último de ésta, es decir, lo que hace es emitir un juicio de naturaleza histórica acerca de un acontecer también histórico» (2005b, p. 149). Lo que se traduce en que si violentamente se implanta otro orden jurídico, producto de la mala gestión del gobernante, amén de su ilegalidad, es un hecho derivado del indetenible desarrollo histórico de la humanidad hacia al cosmopolitismo y a la paz, con el antagonismo como motor impulsor (proceso que Kant denomina como plan oculto de la Naturaleza, destino o Providencia)

Pero no puede perderse de vista de que a lo que se opone Kant es a la idea de que a través de un proceso violento de corta duración el pueblo puede alcanzar la soberanía y un espacio social de libertad y justicia porque la libertad sólo se alcanza mediante el respeto a la legalidad. Tanto para Erhard como Aramayo la construcción de un orden civil que haga posible el ejercicio de la libertad es siempre el resultado de un proceso extenso y arduo, con diferentes grados de emancipación, cuya amplitud depende principalmente de la capacidad de los ciudadanos para formarse en el respeto a la legalidad. Un cambio en la constitución política sólo puede ser introducido por el soberano mediante reformas constitucionales paulatinas, en correspondencia con lo exigido por la Ilustración, que haga superfluo en un futuro el recurso de la revolución (Kant, 2004, p. 19).

Es la sociedad civil la única asociación que no sólo es un medio, sino que también representa un fin en sí misma, pues hace posible la formación de los individuos como seres libres. Kant considera que el hombre debe, al unísono, liberarse no sólo en lo externo sino en lo interno puesto que en «una revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará establecer una auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario, tanto los nuevos prejuicios servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin pensamiento alguno» (Kant, 2004, p. 85). Dentro de una revolución, tanto el pueblo como el gobierno son culpables de su minoría de edad, por no actuar acorde a lo dictámenes de la razón práctica. Si usaran correctamente los usos público y privado de la razón se alcanzan los mismos objetivos sin recurrir a la violencia. El ciudadano piensa todo lo que le parezca pero tiene que obedecer, y el gobernante tiene que escuchar si no quiere ser derrocado. Por eso Kant afirma que «Tal y como están ahora las cosas todavía falta mucho para que los hombres, tomados en su conjunto, puedan llegar a ser capaces o estén ya en situación de utilizar su propio entendimiento, sin la guía de algún otro…» (p. 90).

Bibliografía.

  1. Fernández Santillán, J. F. (1992). Locke y Kant. Ensayos de filosofía política. México: Fondo de Cultura Económica.
  2. Höffe, O. (1986). Immanuel Kant. Barcelona: Editorial Herder.
  3. Kant, I. (2005a). La Metafísica de las Costumbres. Estudio preliminar de Adela Cortina. Madrid: Edición Tecnos, S.A.
  4. ______ (1998). Sobre la paz perpetua. (Sexta edición). Madrid: Edición Tecnos, S.A.
  5. ______ (2004). ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia. Estudio Preliminar de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, S.A.
  6. ______ (2005b). Introducción a la teoría del Derecho. Introducción de Felipe González Vicén. Madrid: Ediciones jurídicas y sociales, S.A.
  7. Serrano, E. (2004). La insociable sociabilidad. El lugar y la función del Derecho y la política en la filosofía práctica de Kant. Barcelona: Editorial Anthropos.

Notas

[1] Aquí invoca implícitamente al imperativo categórico, lo cual no significa una moralización del derecho, como expresara Otfried Höffe: «…la razón en la convivencia racional, como derecho ético o como legitimidad política, no coincide en sus contenidos ni en sus resortes con la razón del sujeto en su obrar, es decir con la moralidad personal» (1986, p. 201)

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