el intelectual posmoderno
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La muerte del intelectual posmoderno

El intelectual como vocablo y como sujeto, ha perdido aquella estampa de palabra pomposa cargada de simbolismo
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«(…) El intelectual es, pues, un ente extraño al medio, en rudo contraste con éste, quien suele hostilizarle, por lo menos, con su indiferencia e incomprensión[1]»

Humberto Piñera Llera

Con la Revolución Francesa de 1789, una fracción importante de los movimientos libertarios mundiales, asumieron como una verdad a voces, el papel del intelectual (ilustrado en aquel entonces) como catalizador del cambio social. Más no fue hasta que Gramsci citara su tan famoso intelectual orgánico, que Lenin plantara la bandera del socialismo en Rusia, o que tuvo lugar el mayo francés; que se comprendió a cabalidad, el peso sombrío del término intelectual.

Sin embargo, en los contextos posmodernos actuales, el intelectual como vocablo y como sujeto, ha perdido aquella estampa de palabra pomposa cargada de simbolismo, que indicaba cierta certificación jerárquica y de prestigio en vínculo directo con alguna esfera de la cultura.

Parafraseando a Foucault, pudiera justificarse que el intelectual ha muerto, o aludiendo a Alan Sokal, se trata de unas imposturas intelectuales. Y no es para menos, sucede que, en un tono vulgar y desharrapado, los excesos de la posmodernidad han logrado que cualquier individuo, sin importar su condición, pueda recibir el calificativo de intelectual resumiéndose en algunos casos, a meras actuaciones.

Dicho esto, es loable indagar por aquellas determinaciones que garanticen un ajuste de cuentas con la torcida representación del propio concepto de intelectual: Kant lo llamaría sentar a la razón ante el tribunal de la propia razón. Filosóficamente hablando, se estaría aludiendo al camino ontológico, a la búsqueda de las condiciones de posibilidad histórico-sociales que generen la explicación del porqué el intelectual sufre una crisis de sentido, una pérdida de su esencialidad. Pero ¿por dónde empezar?

Es notable destacar que, en primer lugar, el ejercicio de una ontología se enfrenta a un reto considerable, puesto que se trata de un concepto volátil dentro de la esfera del pensamiento, dado el grado de permeabilidad ideológica que presenta el término.

En este sentido, un primer debate se erige respecto a la misión fallida de los mal llamados intelectuales contemporáneos en la puesta en práctica de sus funciones ideológicas creativas. Curiosamente, este lugar como autoridad en defensa de un sistema de ideas, ha sido relegado a bloggers e influencers, lo que se traduce en una banalización de los contenidos, la victoria de la posverdad y por consecuente, el triunfo del más burdo de los irracionalismos penosamente llamados contestatarios.

Cada vez hay más individuos (con mayor o menor grado de conciencia del impacto de su actividad) que ocupan esa tarea, individuos que imponen modos de actuar, de hablar y de pensar situaciones a través del nuevo mundo sin explorar que posibilitan las redes sociales digitales.

En segundo lugar, la cuestión estriba en que aquellos que se autodenominan intelectuales, pueden serlo, dígase porque su trabajo directa o indirectamente organiza la acción o la inacción o porque generaliza elementos de su visión del mundo planteando así actitudes hacia algo, desde un plano que ya no es restrictivo de ellos, como una gama de actividades sin delimitar.

Por tanto, anunciar la muerte del intelectual no resulta en una idea diametralmente absurda. Siguiendo la fórmula presentada, se hace notar que las actividades tradicionalmente intelectuales, han perdido su esencia llegando a extinguirla en algunos casos, de forma íntegra en la contemporaneidad.

Un experimento sociológico ilustraría la viabilidad de este planteamiento. Tácito ejemplo sería tomar como muestra el caso de un periodista deportivo, que rara vez realiza algún movimiento que impacte realmente en la forma en que las personas procesan y hacen suyo el mundo. En este caso no se trata de ausencia de recursos comunicativos, sino de una falta de auto asimilación de esos recursos (el no auto reconocimiento de esas herramientas como suyas); dada la circunstancia de que su trabajo está inducido por la pertenencia a una agencia de noticias con un sello particular, cuestión que lo ata a un contrato, mercantilizando su uso de la razón privada.

Lo que conlleva a pensar que la industrialización de la cultura ha beneficiado económicamente a esas actividades entendidas como intelectuales, pero las han reducido a puestos asalariados de obreros de maquinaria.

¿Ser intelectual es convertirse en arquitecto de la prosa y artista de la realidad? ¿Es estar entre libros, defender ideas y escribir ensayos? En el caso de las ideas ¿son relevantes para quienes? ¿En qué circuito? ¿Para hacer qué? De ello se deriva el hecho de que la academia tome cartas en el asunto y tenga culpas que asumir también.

La academia debería ser considerada como el centro cardinal que fomente el desarrollo de la intelectualidad, y no sustentar como en la actualidad, el cartel de terreno etéreo, máximo exponente del hermetismo teórico.

Por tanto, en el juego existencial de la misión en el mundo, el académico está llamado a convertirse en intelectual o al menos procurar salirse del confinamiento al cual las estructuras institucionales lo han condicionado. Llegado a este punto lo que pudiera importar y dotar de significación el asunto, es el rescate de las denominaciones tradicionales, describiendo de esta manera dos sujetos sociales que coexisten en el mundo:

«(…) mientras el no-intelectual tropieza con el problema, el intelectual, por su parte, se lo propone. En consecuencia, mientras lo que al intelectual resulta extraño, enigmático y azorante es el mundo como tal, al no-intelectual lo que le resulta todo esto es que alguien (el intelectual) desborde el límite impuesto por la cotidianidad de lo mostrenco y se proponga problematizar lo que, en cierto modo, no tiene por qué serlo»[2]

Claro está, como pretendida desviación de su esencialidad, pudiera confundirse intelectualidad con un mero ejercicio de entendimiento. Sin embargo, lo que salta a la vista es un contacto escéptico con el mundo fenoménico por parte del intelectual. Más estas cuestiones estrechamente ligadas a sus características y funciones, encargadas de reinstaurar la figura del intelectual ontológicamente desde su deber/ser, no son suficientes. El colapso violento de la cultura ha implicado la destrucción efectiva y decisiva del intelectual, puesto que:

«(…) son tres las razones por las cuales se produce la crisis descomunal que ahora confronta el homme des lettres. En primer término, eso que Ortega ha denominado certeramente la rebelión de las masas, es decir, el acceso cada vez con mayor empuje y confusión, de las muchedumbres a los puestos de mando, de modo que hasta los más sutiles y delicados resortes del poder han venido a caer en sus manos.  La segunda de las razones por las cuales se produce la crisis de la vida intelectual está en el ya abrumador predominio de los hechos sobre las ideas.(…) Finalmente, el intelectual es el hombre que se propone como meta su propia soledad, pues no hay otro modo de realizar el destino que le está reservado»[3].

En realidad, lo que en verdad ha muerto es el principio de identidad entre las actividades tradicionalmente llamadas intelectuales y los intelectuales. Sin embargo, se ha diversificado y complejizado el campo intelectual. La posmodernidad nos recibe con una infinidad de estereotipos de intelectuales, aunque no se llamen así.

Notas

[1] Piñera Llera, Humberto: El destino del intelectual en el mundo del presente, en Revista Cubana de Filosofía, Volumen IV, número 14, julio-septiembre de 1956, La Habana, páginas 4-12.

[2] Ídem.

[3] Ídem.

19 Comments

  1. Bravo profesor, recientemente participé en un conversatorio dónde habría sido maravilloso poder compartir su artículo. De hecho creo que me ha inspirado a poner en blanco y negro algunas ideas. Todo sea en honor al necesario y afable contrapunteo. Muchas gracias!

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