No hay problema filosófico, cuya solución reclame nuestro tiempo con más peculiar apremio, que el problema de una antropología filosófica.
Bajo esta denominación entiendo una ciencia fundamental de la esencia y de la estructura esencial del hombre; de su relación con los reinos de la naturaleza (inorgánico, vegetal, animal) y con el fundamento de todas las cosas; de su origen metafísico y de su comienzo físico, psíquico y espiritual en el mundo; de las fuerzas y poderes que mueven al hombre y que el hombre mueve; de las direcciones y leyes fundamentales de su evolución biológica, psíquica, histórico-espiritual y social, y tanto de sus posibilidades esenciales como de sus realidades. En dicha ciencia hállanse contenidos el problema psicofísico del cuerpo y el alma, así como el problema noético-vital.
En ninguna época han sido las opiniones sobre la esencia y el origen del hombre más inciertas, imprecisas y múltiples que en nuestro tiempo.
Esta antropología sería la única que podría establecer un fundamento último, de índole filosófica y señalar, al mismo tiempo, objetivos ciertos de la investigación a todas las ciencias que se ocupan del objeto «hombre»: ciencias naturales y médicas; ciencias prehistóricas, etnológicas, históricas y sociales, psicología normal, psicología de la evolución, caracterología.
En ninguna época han sido las opiniones sobre la esencia y el origen del hombre más inciertas, imprecisas y múltiples que en nuestro tiempo. Muchos años de profundo estudio consagrado al problema del hombre dan al autor el derecho de hacer esta afirmación. Al cabo de unos diez mil años de «historia», es nuestra época la primera en que el hombre se ha hecho plena, íntegramente «problemático»; ya no sabe lo que es, pero sabe que no lo sabe. Y para obtener de nuevo opiniones aceptables acerca del hombre, no hay más que un medio: hacer de una vez «tabula rasa» de todas las tradiciones referentes al problema y dirigir la mirada hacia el ser llamado «hombre», olvidando metódicamente que pertenecemos a la humanidad y acometiendo el problema con la máxima objetividad y admiración. Pero todo el mundo sabe lo difícil que es hacer esa «tabula rasa», pues acaso sea éste el problema en que las categorías tradicionales nos dominan más enérgica e inconscientemente. Lo único que podemos hacer para sustraernos lentamente a su dominio, es estudiarlas con exactitud en su origen histórico y superarlas, adquiriendo conciencia de ellas.
Una historia de la conciencia que de si mismo ha tenido el hombre; una historia de los modos típicos en que el hombre se ha pensado, se ha contemplado, se ha sentido y se ha visto a sí mismo en los diversos órdenes del ser, debería preceder a la historia de las teorías acerca del hombre -teorías míticas, religiosas, teológicas, filosóficas. Sin entrar ahora en esa historia -que ha de formar la introducción a la Antropología del autor-, haremos resaltar solamente que la dirección fundamental de esas evoluciones tan variadas está ya establecida: se orienta hacia una creciente exaltación de la conciencia que el hombre tiene de sí mismo, exaltación que se verifica en puntos señalados de la historia y en forma de renovados empujones. Los retrocesos, acá y allá, no significan gran cosa para esa dirección fundamental. No sólo los llamados primitivos se sentían totalmente afines y unos con el mundo animal y vegetal de su grupo y de su ámbito, sino que incluso una cultura tan elevada como la de la India se basa en el indudable sentimiento de la unidad entre el hombre y todo lo viviente.
El comienzo del pensamiento moderno representa -a pesar de reconocer y rechazar cada día más el antropomorfismo medieval- un nuevo empujón hacia adelante en la historia de la conciencia humana.
Los seres-planta, animal, hombre- hállanse aquí en relación aditiva y de igual a igual enlazados por esencia en una gran democracia de lo existente. Como recientemente ha explicado Ernst Cassirer en términos claros y bellos, el hombre no se destaca netamente sobre la naturaleza, en vida y sentimiento, en pensamiento y teoría, hasta la culminación de la cultura griega clásica. En efecto: la cultura griega y sólo ella, es la razón del espíritu, que, como agente específico, conviene sólo al hombre y lo encumbra por encima de todos los demás seres, poniéndole con la divinidad misma en una relación vedada a cualquier otro ser. El cristianismo, con sus doctrinas del dios hombre y del hombre como hijo de Dios, representa, en conjunto, una nueva exaltación de la conciencia que el hombre tiene de sí mismo: piense el hombre bien o mal de si mismo, atribúyese aquí, como hombre, una importancia cósmica y metacósmica, que nunca el griego y el romano clásicos se hubieran atrevido a atribuirse.
El comienzo del pensamiento moderno representa -a pesar de reconocer y rechazar cada día más el antropomorfismo medieval- un nuevo empujón hacia adelante en la historia de la conciencia humana. Es un error muy extendido el creer que, por ejemplo, la tesis de Copérnico fuera sentida, en la época en que apareció, como motivo de un descenso y debilitación de la conciencia humana. Giordano Bruno, el más grande misionero y filósofo de la nueva cosmografía, expresa el sentimiento contrario: Copérnico se ha limitado a descubrir en el «cielo» una nueva estrella, la Tierra; «luego estamos ya en el cielo» -cree Bruno poder exclamar, jubiloso- y no necesitamos, por lo tanto, el cielo de la Iglesia. Dios no es el mundo, el mundo mismo es más bien Dios -tal es la tesis nueva del panteísmo acósmico que defienden un Bruno y un Spinoza-; falsa es la concepción medieval de un «mundo» que existe independientemente de Dios, de una creación del mundo y del alma. Éste -y no un rebajamiento de Dios en el mundo- es el sentido de la nueva mentalidad. El hombre conoce, sin duda, que no es más que el habitante de un pequeño satélite del sol; pero el hecho de que su razón tenga bastante poder para desentrañar e invertir la ilusión natural de los sentidos, exalta notablemente la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. La «razón» -que desde los griegos es el agente especifico del hombre adopta, a partir de Descartes, en la filosofía moderna, una nueva actitud fundamental con respecto a la divinidad. Ya Duns Scoto y Suárez habían elevado, por decirlo así, el rango metafísico del hombre, al atribuir a su alma espiritual predicados que Santo Tomás de Aquino explícitamente reservara para el «angelus», para la «forma separata» y la «sustancia completa»; tales predicados son la individuación sin «prima materia» individuante, la individuación por sólo el ser espiritual mismo. Pero desde Descartes, desde que Descartes es el cogito ergo sum declara briosamente la soberanía del pensamiento, la conciencia humana salta sobre esas barreras con magnífico impulso. La conciencia de sí mismo y la conciencia de Dios -que ya los grandes místicos de los siglos XIII y XIX habían aproximado a los límites de la identidad- se compenetran en Descartes tan profundamente, que no es ya necesario partir de la existencia del mundo para concluir en la de Dios, como hacía Santo Tomás de Aquino, sino que, a la inversa, el mundo mismo es derivado de la luz originaria, de la razón, que se sabe arraigada inmediatamente en la divinidad. El panteísmo, desde Averroes hasta Hegel y Eduard von Hartmann, pasando por Spinoza, considera la identidad parcial del espíritu humano y el divino como una de sus doctrinas más fundamentales. Aun para Leibniz es el hombre un «pequeño Dios».
Uno de los problemas fundamentales de la antropología filosófica, es el del verdadero sentido que debemos atribuir a esas exaltaciones bruscas de la conciencia humana.
Formulado el problema en preguntas rigurosamente antitéticas: ¿Significan un proceso en que el hombre concibe cada vez con mayor profundidad y verdad su posición objetiva y su lugar en el conjunto de lo real?, o ¿significan la progresión y exaltaciones de una peligrosa ilusión, síntomas de una creciente enfermedad?
En las páginas siguientes hemos de pasar en silencio dos problemas: primero, el de la historia de la conciencia que el hombre tiene de sí mismo y el juicio sobre ella; y segundo, todas las cuestiones que se refieren al objeto y a la verdad de la antropología. Lo que ofrecemos al lector es tan sólo una pequeña parte de la introducción a una extensa antropología del autor. El fin -limitado- que nos proponemos aquí es aclarar la situación espiritual del presente en este gran problema. En unos pocos -cinco- modos fundamentales de concebirse el hombre a sí mismo, quedarán bosquejadas, con el máximo rigor posible, las direcciones ideales que, en el ámbito de la cultura occidental, dominan todavía hoy entre nosotros acerca de la esencia del hombre. Mostraremos también cómo a cada una de esas ideas corresponde, según su sentido, unívocamente, una determinada especie de historia, esto es, cierto modo fundamental de concebir la historia humana. Rogamos insistentemente al lector que no se imagine que el autor se siente más o menos «próximo» a tal o cual, de esas cinco ideas, y mucho menos aún que la reputa verdadera. Lo que el autor mismo considera verdadero y exacto, será expuesto por él en la parte de su Antropología dedicada a las cuestiones de hecho. Este artículo tiene un fin de simple orientación y se propone tan sólo exponer el sentido interno de cada una de esas concepciones.
Dos palabras más acerca de las relaciones entre antropología e historia. La razón más profunda de por qué vemos hoy en lucha áspera, unas frente a otras, tantas y tan distintas concepciones de la historia y sociología, es que todas esas concepciones de la historia se fundan en distintas ideas acerca de la esencia, estructura y origen del hombre. Cada teoría de la historia encuentra su base en una determinada especie de antropología, tenga o no conciencia y conocimiento de ella el historiador, el sociólogo o el filósofo de la historia. Pero hoy ya no existe unidad en nuestras opiniones acerca de la naturaleza del hombre. Si nos contentamos con reducir a los tipos ideales más patentes y destacados las ideas [aun hoy dominantes en el ámbito de nuestra cultura occidental] sobre el hombre y su posición en la multiplicidad de lo existente, cabe señalar cinco ideas fundamentales -según mi detenido estudio de estas cosas, en cuyo marco, naturalmente, la teoría antropológica puede ofrecer muchísimos matices, de conformidad con los numerosos problemas particulares de que ha de tratar una Antropología. Tres de esas cinco ideas son harto conocidas entre los cultos, bien que rara vez contempladas en sus rigurosos perfiles; las otras dos -de reciente advenimiento- permanecen aún desconocidas, en su aguda peculiaridad, para la conciencia de la cultura científica general. Pero cada una de dichas cinco ideas tiene por correlato una manera especial de concebir la historia. Seguidamente pasamos a bosquejarlas.
Fragmento del libro La idea del hombre y la historia de Max Scheler.