El Trauma de la Experiencia

agosto 3, 2020
Foto por Abraham Echevarría Díaz, 2020
Foto por Abraham Echevarría Díaz, 2020
Creo que es eso, sí. Este texto va de cómo se puede utilizar el trauma de la experiencia como herramienta para entender, explicar y lograr nuestro holograma de ideas, vivencias y recuerdos sin que se vuelvan un espejismo y se modifiquen. De eso va esta columna también: de compartir las cosas como una manera de fraguar la experiencia. Sanar el trauma a través de la contemplación y desde la distancia del texto. Por eso estimado lector, desde ya le agradezco.

A Robe, por develar el misterio

Todos tenemos un punto de no retorno en nuestras vidas, a veces en la infancia o entrando en los albores de la madurez. Lo cierto es que tenemos un lugar común en nuestro subconsciente al que regresamos una y otra vez y que funciona como brújula para regular nuestras vivencias y clasificarlas.

No. Este texto no va de psicología, ni de Freud y las experiencias del pasado que dejan traumas en el subconsciente; tampoco va del ejercicio fundamental proveniente de la filosofía griega de separar la esencia de la apariencia, los entes de los seres. Este texto va de mi punto de no retorno, o lo que es lo mismo del trauma de la experiencia.

El día en que llegué a Marruecos hacía calor. Un calor seco que no conocía y que contrastaba con el clima europeo con el cual llevaba años conviviendo. Era mayo. Uno espera que llueva en mayo, pero no. La cercanía con el Sahara te llena de arena hasta la capacidad de razonar. Como no fue un viaje de turismo, no pude entrar en el «mood» relajación y los colores, olores y sabores de un universo tan paralelo y mágico los fui asimilando de a poquito como el curso natural de un arroyo cristalino.

Llevaba un tiempo preparándome y estudiando las maneras de interactuar con una sociedad tan distante a la que conocía; y me fue útil, pues la experiencia entendida como proceso de aprendizaje me ayudó a no hacer papelazos.
Sin embargo, el aprendizaje como conjunto de sensaciones llegó filtrado por lo que supuestamente debía haber entendido. Volviendo a los griegos, la separación entre la esencia y apariencia andaba como Pedro por su casa en mi subconsciente.

Así fue como logré mezclarme un poco con los locales. El hijab [1] me servía para que no me trataran como una extranjera; machucaba algunas palabras en árabe; me volví maestra comerciante en los zocos[2]; aprendí a elegir los lugares donde podía tomar café siendo mujer; y fui modulando los gestos de una latinidad desbordante, por inercia y no por aprehensión. Una representación teatral — desestimando el estilo Stanislavski — que comenzó a pesarme desde el momento en que traté de unificar lo que sentía con lo que hacía, pero no pude.

Y entonces, todo aquello nuevo y mágico se me volvió denso y la sensación fue como cargar una cotidianidad que no era la mía, como vivir en una realidad paralela. Hasta que un día, por causa de mis hábitos noctámbulos, me cogió la hora del faŷr[3] en la terraza del kassr[4] donde me alojaba. Del al-minar[5] salió aquel sonido vibrante, las luces del alba tímidamente estaban por asomarse, y yo estaba en mi punto de no retorno.

Escribir todo lo que me pasó por la cabeza no es posible, ni siquiera intentar explicar las sensaciones. El tiempo que pasé en estado de éxtasis tampoco puedo recordarlo. Lo más que se acerca a una descripción fue sentir cómo el canto (oración) se alzaba hacia el cielo. Todo se fundía en un solo elemento y yo fluía, sin presión, sin explicación y sin resistencia. Luego la calma.

Entonces cual cabezona incurable, empecé a sacar mi artillería metodológica para explicar lo que me había pasado. Segundos convencida de haber vivido aquello que se suele describir como el «llamado»; horas pensando en que me debía convertir al Islam y que había encontrado mi camino; meses revisitando a la filosofía griega, a las ciencias del espíritu y fenomenología contemporánea; años de tiradas del tarot, consultas astrológicas y constantes remembranzas sin lograr establecer nunca más esa conexión tan clara.

Jamás se me ocurrió denominarlo trauma, ni siquiera experiencia. El saldo fue un profundo respeto por el islam, y la comprensión de muchas cosas que, habiendo llegado por subliminal imposición, antes negaba. Ese momento se quedó como el punto de no retorno, al que paradójicamente he retornado una y mil veces a lo largo de los últimos años.

Solo hace algunos días, en un café, alguien me sugirió trabajar la vivencia como método epistemológico. Conectar la experiencia con aquello que entendemos como el conjunto de contenidos que proceden de los sentidos y denominarlo «el trauma de la experiencia». Mi punto de no retorno fue algo como desaprender todos los conceptos y herramientas que tenía estructurados; tocar la carne de las palabras, mirar los conceptos con cuerpos.

Creo que es eso, sí. Este texto va de cómo se puede utilizar el trauma de la experiencia como herramienta para entender, explicar y lograr nuestro holograma de ideas, vivencias y recuerdos sin que se vuelvan un espejismo y se modifiquen. De eso va esta columna también: de compartir las cosas como una manera de fraguar la experiencia. Sanar el trauma a través de la contemplación y desde la distancia del texto. Por eso estimado lector, desde ya le agradezco.

Notas

[1] Hijab es una de las terminologías empleadas para hacer referencia al velo islámico.

[2] Palabra de origen árabe con que se denominan las plazas de mercado.

[3] El islam cuenta con cinco oraciones diarias obligatorias, conocidas como Salat; fayr es la primera, el rezo del alba.

[4] Castillo en árabe.

[5] Al-minar o minarete, dícese de la estructura arquitectónica que se eleva a modo de torre en las mezquitas, desde donde se efectúa el llamado al rezo.

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