Gaza y el terrible retorno de las guerras de religión

octubre 23, 2023
Miniatura que ilustra una de las batallas de la segunda cruzada de Luis VII
Miniatura que ilustra una de las batallas de la segunda cruzada de Luis VII, que acudió en ayuda del rey Balduino III de Jerusalén contra los sarracenos a mediados del siglo XII. - Guillaume de Tyr, Histoire d'Outremer, siglo XIV, París, BnF, Departamento de Manuscritos, francés 22495 fol. 154v.

Parece mentira, pero lo que estamos viendo estos días en Oriente Medio es una verdadera guerra de religión, como en los peores tiempos de la Guerra de los Treinta Años en Europa, esa en la que decidieron matarse en masa por todo el continente católicos y protestantes. Claro que con la persecución religiosa se obtienen también territorios y muchos otros beneficios materiales, amén de orgullo nacionalista, pero es que así ha sido siempre, al menos desde que existe tan peregrino motivo de conflicto bélico, completamente ausente, por cierto, del panorama harto más civilizado del mundo grecolatino.

En la Biblia sí, la Biblia es precisamente la crónica (vetusta, acre y ultraviolenta como es) de las matanzas producidas en la zona de influencia de Israel a causa del pretexto más estúpido jamás esgrimido, como son los celos de un Dios iracundo y asesino que parece no tener nada mejor que hacer que azuzar o castigar a sus seguidores. Y todo por nada, todo por una tierra que, como dice con sorna Juan Eslava Galán en su La Biblia contada para escépticos,

«Ya podía el buen Dios haber afinado más, porque fue a asignarle -se refiere a Abraham- la única parcela de la región que carece de petróleo, un pejugal seco en el que sólo a fuerza de muchos sudores se ha conseguido cultivar naranjas y pepinos, mientras los árabes de alrededor se han forrado con el oro negro» (Booket, 441). 

La Tierra Prometida y el Pueblo Elegido resulta que no eran más que eso, un campo de batalla permanente (recuérdense también las Cruzadas, y para saber cómo se portaron realmente los dignos caballeros cristianos en Tierra Santa, violando, saqueando, sembrando el terror y practicando el canibalismo, que lea a Amin Maalouf), que lleva milenios vertiendo la sangre de unos y otros en nombre de unas divinidades que prácticamente tienen el mismo origen y que se parecen la una a la otra como dos gotas de agua -nunca peor dicho, dado que están formadas de terrones de arena obtusa y seca del desierto.

La situación es tan ridícula, de no ser tan trágica, que casi uno se inclinaría hoy hacia el catolicismo, la tercera gran Religión del Libro (o la cuarta, si consideramos el cristianismo ortodoxo), pese a que acabamos de enterarnos del enésimo horror de su cruenta historia, como es que la Iglesia Católica estaba enterada de la existencia de los campos de exterminio nazi. Sin embargo, hay que reconocer que el papa Francisco, Bergoglio, ha vuelto a echarle valor, y además de condenar la actual limpieza étnica se ha atrevido a criticar en su última encíclica, Laudate Deum, la organización económica del sistema/mundo con palabras como las siguientes: 

«Sin duda, no son ilimitados los recursos naturales que requiere la tecnología, como el litio, el silicio y tantos otros, pero el mayor problema es la ideología del Capital que subyace a una obsesión: acrecentar el poder humano más allá de lo imaginable, frente al cual la realidad no humana es un mero recurso a su servicio. Todo lo que existe deja de ser un don que se agradece, se valora y se cuida, y se convierte en un esclavo, en víctima de cualquier capricho de la mente humana y sus capacidades».

De manera que nuestro querido siglo XXI, tan preñado de amenazas y novedades, acaba de alumbrar nada menos que el retorno de las guerras atávicas pero con el armamento del también bíblico Armagedón. Los humanos somos una jodida caja de sorpresas. La Biblia, el libro más citado, editado, leído y adorado de la historia universal, que contiene pasajes como este de El cantar de los cantares:

«¡Cómo es delicioso tu amor, hermana-esposa mía! ¡De cierto es más suave que el vino! ¡Y la fragancia de tu perfume supera al de todos los aromas! Tus labios, oh esposa, son como un panal que destila miel; debajo de tu lengua hay leche y miel; y el perfume de tus vestidos es como el perfume del Líbano».

Pero es también ese texto sagrado que insiste, machaconamente, en siniestros pasajes como el siguiente:

«Entonces dijo David al filisteo: Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo vengo a ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has desafiado» (1 Samuel 17:45).

O:

«Por tanto, así dice el SEÑOR, el Señor Dios de los ejércitos: En todas las plazas hay llanto, y en todas las calles dicen: ¡Ay! ¡Ay! Llaman a duelo al labrador, y a lamentación a los que saben plañir» (Amós 5:16). 

Creo yo que más claro imposible…

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