Jean-Paul Sartre sobre la Fenomenología de Edmund Husserl

enero 4, 2021
Sartre Fenomenología Husserl

Una idea fundamental de la fenomenología de Husserl: la intencionalidad

Fragmento de El Hombre y Las Cosas por Jean-Paul Sartre.

Foto por Héctor J. Rivas

“Él la comía con los ojos.” Esta frase y otros muchos signos indican bastantemente la ilusión común al realismo y al idealismo según la cual conocer es comer. La filosofía francesa, tras cien años de academismo, está todavía en eso. Todos hemos leído a Brunschwicg, Lalande y Meyerson, todos hemos creído que el Espíritu-Araña atraía a las cosas a su tela, las cubría con una baba blanca y las deglutía lentamente, las reducía a su propia substancia. ¿Qué es una mesa, una roca, una casa? Cierto conjunto de “contenidos de conciencia”, un orden de esos contenidos. ¡Oh filosofía alimentaria! Sin embargo, nada parecía más evidente: ¿la mesa no es el contenido actual de mi percepción, y mi percepción no es el estado presente de mi conciencia? Nutrición, asimilación. Asimilación, decía el señor Lalande, de las cosas a las ideas, de las ideas entre ellas y de los espíritus entre ellos. Las potentes aristas del mundo eran roídas por esas diastasas diligentes: asimilación, unificación, identificación. En vano los más sencillos y rudos de entre nosotros buscaban algo sólido, algo, en fin, que no fuese el espíritu; no encontraban en todas partes sino una niebla blanda e igualmente distinguida: ellos mismos.

Contra la filosofía digestiva del empirio-criticismo, del neo- kantismo, contra todo “psicologismo”, Husserl no se cansa de afirmar que no se puede disolver las cosas en la conciencia. Veis este árbol, sea. Pero lo véis en el lugar mismo en que está: al borde del camino, entre el polvo, solo y retorcido por el calor, a veinte leguas de la costa mediterránea. No podría entrar en vuestra conciencia, pues no tiene la misma naturaleza que ella. Creéis reconocer aquí a Bergson y el primer capítulo de Matière et mémoire. Pero Husserl no es realista: este árbol sobre su trozo de tierra agrietada no constituye un absoluto que entraría más tarde en comunicación con nosotros. La conciencia y el mundo se dan al mismo tiempo: exterior por esencia a la conciencia, el mundo es por esencia relativo a ella. Es que Husserl ve en la conciencia un hecho irreductible que ninguna imagen física puede representar. Salvo, quizá, la imagen rápida y oscura del estallido. Conocer es “estallar hacia”, arrancarse de la húmeda intimidad gástrica para largarse, allá abajo, más allá de uno mismo, hacia lo que no es uno mismo, allá abajo, cerca del árbol y no obstante fuera de él, pues se me escapa y me rechaza y no puedo perderme en él más que lo que él puede diluirse en mí: fuera de él, fuera de mí. ¿Acaso no reconocéis en esta descripción vuestras exigencias y vuestros presentimientos? Sabíais muy bien que el árbol no era vosotros, que vosotros no podíais hacerlo entrar en vuestros estómagos oscuros y que el conocimiento no podía, sin improbidad, compararse con la posesión.

Al mismo tiempo la conciencia se ha purificado, es clara como un gran viento, nada hay ya en ella, salvo un movimiento para huir, un deslizamiento fuera de sí. Si por un imposible entráseis “en” una conciencia, seríais presa de un torbellino que os arrojaría afuera, junto al árbol, en pleno polvo, pues la conciencia carece de “interior”; no es más que el exterior de ella misma y son esa fuga absoluta y esa negativa a ser substancia las que la constituyen como conciencia. Imaginaos ahora una serie ligada de estallidos que nos arrancan a nosotros mismos, que no dejan ni siquiera a un “nosotros mismos” el tiempo necesario para formarse detrás de ellos, sino que nos lanzan, al contrario, más allá de ellos, al polvo seco del mundo, a la tierra ruda, entre las cosas; imaginaos que somos rechazados y abandonados así por nuestra naturaleza misma en un mundo indiferente, hostil y reacio; habréis comprendido el sentido profundo del descubrimiento que Husserl expresa en esta frase famosa: “Toda conciencia es conciencia de algo.” No hace falta más para terminar con la filosofía alfeñicada de la inmanencia, en la que todo se hace mediante acuerdos y permutas protoplásmicas, mediante una tibia química celular. La filosofía de la transcendencia nos arroja al camino real, entre las amenazas, bajo una luz encegueced ora. Ser, dice Heidegger, es ser-en-el-mundo. Comprende este “ser-en-el” en el sentido de movimiento. Ser es estallar en el mundo, es partir de una nada de mundo y de conciencia para de pronto estallarse-conciencia-en-el-mundo. Si la conciencia trata de recuperarse, de coincidir al fin con ella misma, en caliente, con las ventanas cerradas, se aniquila. A esta necesidad que tiene la conciencia de existir como conciencia de otra cosa que ella misma Husserl la llama “intencionalidad”.

Antes he hablado del conocimiento para hacerme entender mejor: la filosofía francesa, que nos ha formado, no conoce ya apenas más que la epistemología. Pero para Husserl y los fenomenólogos, la conciencia que adquirimos de las cosas no se limita a su conocimiento. El conocimiento o pura “representación” no es sino una de las formas posibles de mi conciencia “de” este árbol; puedo también amarlo, temerlo y odiarlo, y ese excederse de la conciencia a sí misma, a la que se llama “intencionalidad”, se vuelve a encontrar en el temor, el odio y el amor.

Odiar a otro es una manera más de estallar hacia él, es encontrarse de pronto frente a un desconocido del que se ve y se sufre ante todo la cualidad objetiva de “aborrecible”. He aquí que, de repente, esas famosas reacciones “subjetivas” que flotaban en la salmuera mal* oliente del Espíritu se separan de él; no son sino maneras de descubrir el mundo. Son las cosas que se nos revelan de pronto como aborrecibles, simpáticas, horribles o amables. Es una propiedad de la máscara japonesa el ser terrible, una propiedad inagotable e irreductible que constituye su naturaleza misma, y no la suma de nuestras reacciones subjetivas ante un trozo de madera esculpido.

Husserl ha reinstalado el horror y el encanto en las cosas. Nos ha restituido el mundo de los artistas y los profetas: espantoso, hostil, peligroso, con puertos de gracia y de amor. Ha preparado el terreno para un nuevo tratado de las pasiones que se inspiraría en esa verdad tan sencilla y tan profundamente desconocida por nuestros refinados: si amamos a una mujer es porque ella es amable. Nos hemos liberado de Proust, y al mismo tiempo de la “vida interior”: en vano buscaremos como Amiel, como un niño que se besa el hombro, las caricias, los mimos de nuestra intimidad, porque, en fin, de cuentas, todo está fuera, todo, inclusive nosotros mismos: fuera, en el mundo, entre los demás. No es en no sé qué retiro donde nos descubriremos, sino en el camino, en la ciudad, entre la muchedumbre, como una cosa entre las cosas, un hombre entre los hombres.

Enero de 1939.

 

 

2 Comments

  1. Hola, excelente reflexión la del fragmento escogido. Me suscita una duda, sí la consciencia interactua con los objetos ( mundo) mediante un estallido y no tiene interior, por consiguiente todo siempre está fuera de ella ¿en qué lugar quedan los recuerdos? Porque puedo entender que el recuerdo es también una externalidad ante la que la consciencia puede estallar, pero ese estallido siempre es el resultado de una interacción con un algo. La pregunta, es qué sería ese algo donde queda el recuerdo, ya que es una vivencia pasada.

  2. Me lleva a pensar acerca de la » verdad» y la «realidad». ¿Es, entonces, la no existencia de la existencia?

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