Devenir ballena

diciembre 4, 2023

Y crió Dios las grandes ballenas.

(Génesis, 1:21)

Una larga tradición europea ha denominado «brutos» o «bestias» a los animales, pero se debe reconocer que carecen completamente de mezquindad o estupidez en los términos estrictamente repugnantes que encontramos con abundancia entre los seres humanos. Es cierto que jamás tuvieron elección, y que las «bestias» son lo que son sin apenas poder remediarlo, pero también es verdad que a muchas especies ese sentido de fatalidad no les arrebata un cierto timbre de distinción y nobleza, como si fueran así de sencillos, francos y directos por voluntad propia.

A mí me impresionan especialmente las ballenas, pese a que, por desgracia, no he visto directamente ninguna. Me parecen bellísimas, con lo feas que son, y cuanto más feas -las Yubartas, seguramente, son las campeonas de este paradójico ranking- más espléndidamente hermosas. Pero es que además son imponentes, elegantes, buenas, honradas y hasta majísimas, diría yo. Incluso cuando se pelean, únicamente en época de apareamiento y para pillar cacho (de ahí lo de “cacho-lote”…; perdón), lo hacen con estilo, en una larga regata en la que los machos persiguen a la hembra y juegan un poco a Ben-Hur pero sin hacerse demasiado daño. Hasta aquí su analogía con los hombres, el resto de su conducta nos es enteramente ignota, y está bien que así sea y no cambie nunca.

Ahora que las ballenas ya no son tan inmisericordemente cazadas como antes[1], nuestra misión como especie respecto a ellas es admirarlas, no en absoluto comprenderlas. Admirar a las ballenas porque sí, porque se lo merecen, de modo semejante a cómo los antiguos admiraban desinteresadamente el cielo estrellado, podría ser un gran ejercicio de Mindfulness o Yoga de verdad para una civilización que ya no sabe venerar nada que tenga menos de una cifra y un séquito de dieciséis ceros en su cuenta corriente…

Para colmo son las grandes viajeras del globo, las ballenas. Recorren de una punta a otra el planeta en busca de alimento y aguas más cálidas seguidas de sus fieles crías, infatigablemente, y sólo arriban a espacios naturales bellamente desiertos de turistas y resorts. Cuando no es así, entonces ballena varada, uno de los espectáculos más tristes que puedan ser contemplados, entre otras cosas, como me han contado testigos directos, porque el inmenso cadáver apesta intensamente a distancia conforme se va descomponiendo (por lo visto, tal injusticia es más culpa o gracia del fósforo que del tamaño del bicho). Al final de cada travesía, todos los ejemplares reunidos danzan en formación, un ritual que los etólogos son incapaces de explicar, por la sencilla razón de que la mayoría de ellos únicamente entienden o se les alcanza lo que tenga que ver con una presunta adaptación a la todopoderosa selección natural y para de contar[2].

Pero las ballenas son capaces de cosas todavía mejores que bailar en corro de salutación recíproca, y más sorprendentes. Saben, por ejemplo, cantar dos líneas melódicas a la vez, tanto la que comunican, si eso es lo que hacen, a otros cetáceos, como alguna otra que hayan escuchado hace poco, a fin de aprenderla, aunque sea la señal repetitiva de un sonar. Cuando son arponeadas, muchas de ellas se sumergen a toda velocidad hacia el lecho marino hasta romperse la cabeza contra la corteza terrestre, ya que, según parece -antes muertas que sencillas…-, prefieren quitarse de en medio a servir de carnaza de los balleneros tras largas horas de cansancio y sufrimiento.

También están estos prodigios técnicos que narra Philip Hoare, en su Leviatán o la ballena (Ático de los libros), algo de lo que, esto sí, los etólogos sabrían dar razón, para tranquilidad del mundo científico actual, obstinadamente mecanicista[3], recurriendo a esa presunta «dura adaptación y cruel pero necesaria selección natural de las especies»:

Científicos soviéticos, a los que el entusiasmo de su nación por la caza del cachalote durante el s. XX les ofreció sobradas oportunidades para el estudio de estos animales, lanzaron la teoría de que para cazar en las profundidades, dado que sólo un uno por ciento de la luz del sol penetra más allá de doscientos metros, la ballena utiliza un «sistema único de recepción de video» (…) que permite al animal obtener la imagen de los objetos en el flujo acústico de energía reflejada incluso en la más completa oscuridad. En otras palabras, el cachalote puede ver a su presa mediante el sonido. Y justos cuando uno cree que ya nada de lo que escuche sobre este animal puede sorprenderle, llega otra teoría que propone la posibilidad de que las explosiones sónicas de las ballenas y el movimiento de sus cabezas puedan provocar que el plancton de las profundidades emita bioluminiscencia. En la oscuridad más absoluta, puede que el leviatán sepa iluminar el camino hacia su comida.

Una ballena está diseñada con una ingeniería harto más fina y compleja que la de un dirigible, a los que en cierto modo representan en el universo submarino. Como apunta de nuevo Hoare, haciéndose eco de investigaciones más recientes que las que orientaron a Herman Melville en su gran tratado novelado acerca de la naturaleza del behemot, Moby Dick[4]:

Una de las teorías afirma que la cabeza de la ballena es un enorme sistema de ayuda a la flotación. La densidad y viscosidad del aceite cambia según la temperatura. Así pues, cuando la ballena aspira agua salada por su conducto nasal derecho, enfría el aceite, que por ese proceso se hace más pesado (a diferencia del agua, que se hace más ligera al congelarse). Cuando el cachalote calienta el órgano del esperma con su calor corporal, el efecto es el mismo que el de la cera en una lámpara de lava, y permite a la ballena ascender o descender a voluntad. Pero esa elegante hipótesis no está exenta de polémica. Otros consideran que la función primordial del aceite es servir de canal para el poderoso sistema sónico de la ballena. De hecho, su capacidad para transmitir el sonido convierte la cabeza del animal en un enorme altavoz direccional que le permite anunciar su presencia.

Yo no creo que exista animal más opuesto a nosotros que la ballena, y ningún otro más que nos sea, como ellas, superior en dignidad. Jonás, tanto como Gepetto y Pinocho, moraron en su interior como en un hotel y nunca se quejaron del servicio ni del alojamiento. La orca, que tan mala reputación arrastra por esa temible fila de dientes que ostenta, en realidad no es más que un delfín grande o algo así como el oso panda del mar. Cuando en Buscando a Nemo aparecían las ballenas, Pixar supo captar la majestuosidad que inspiraría a cualquiera la presencia del Leviatán. Moebius, seguramente el ilustrador más exitoso del s. XX, reservó a las ballenas un lugar de privilegio entre sus seres de otro mundo, esos que salvó de la extinción en su Arca de Noé particular. Oí en un reportaje que los expertos no saben decir (dado que, me obceco, desde el darwinismo ramplón no se puede decir realmente nada…) por qué las ballenas emplean su enorme fuerza en propulsar sus muchas toneladas en un salto que las saca del agua para mostrarlas en toda su grandeza.

La respuesta no es tan difícil, fuera de la magra horma de la selección natural: lo hacen, yo creo, para echar un rápido vistazo al horno del sol, si es de día, o a la cenefa de estrellas, si es de noche.


Notas

[1] Hubo tiempos de auténtica masacre, e incluso cuando ya era vigente la moratoria sobre su captura se seguía haciendo igual sólo que con pretextos científicos.

[2] De igual forma, hace unos días escuché una explicación acerca de los asombrosos bucles que forman las bandadas de estorninos, el conocido como «susurro de los estorninos», y naturalmente se expresaba así: «pues debe de ser algo necesario para la reproducción o la nutrición». Ya está: receta universal para no decir nada y pasar por experto en todo.

[3] Hubo un maravilloso momento en que esto no fue así, allá por el fin del s. XVIII y albores del XIX, cuando el llamado Círculo de Jena trató, casi por última vez hasta la Hipótesis Gaia, de plantear el estudio de la naturaleza como el de un gran organismo vivo cuyas fuerzas se coordinan (Alexander Von Humboldt), o como una suerte de impulso plástico universal que moldea las formas de manera artística (J.W. Goethe, gran amigo y cómplice del anterior). Todo ello se cuenta de modo ameno y galante en el ensayo Magníficos rebeldes, de Andrea Wulf, Taurus.

[4] Más en Apunte sobre el (no-)significado de «Moby Dick» – Hyperbole

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