Contra la Educación Kosher (o Halal)

noviembre 24, 2023

Sin educación estamos en un peligro horrible y mortal de tomar en serio a la gente poco educada.

G. K. Chesterton

Soy profesor, además de padre, y en ambos casos de adolescentes. Convivo, pues, diariamente y casi sin escapatoria posible con una forma de hacer o modo de formar (por tanto casi una “poética”…) de lo que yo llamo, a falta de mejor término, “la dictadura kosher” de la educación progresista.

Es sabido que kosher es la comida que la religión judía considera apta o pura, frente a la prohibida o impura, en estricto paralelismo con la alimentación halal del mundo musulmán. Ser kosher o halal en educación, sea de los hijos de uno o de los alumnos de todos, es decir del Estado (y el Estado debe justamente inculcar aquello que los padres desconocen o confunden), consiste en aplicar a rajatabla los mandamientos de la buena conciencia del adulto de más de treinta años a esos tarambanas “zangoloteens” que tenemos a nuestro cargo.

“Eso no se hace, niño, porque es impuro, no-kosher”. A ellos les suena así, aunque tú, con la mejor intención, utilices locuciones como “porque es maleducado”, “insolidario”, “machista”, “poco nutritivo”, “abusador”, “reaccionario” (esto van a tardar mucho más en captarlo, pero está al trasfondo de la interdicción y da razón de lo demás), o “violento”. Seguro que es cierto, pero los chavales no lo terminan de entender. No lo entienden porque es abstracto, pero sobre todo porque desde su punto de vista es cháchara de adulto. Casi todos los chaval@s manejan igual de bien que nosotros los binomios de educado/maleducado o machista/igualitario, pongamos por caso, lo que pasa es que no lo han experimentado a fondo aún, de manera que poseen la semántica antes que la experiencia, y en esta vida hay que tratar de experimentar mucho e inferir poco, a diferencia de una Inteligencia Artificial.

Yo insisto mucho a mis hijos para que saluden a la señora de la limpieza y al conductor de autobús, y efectivamente se quedan con ello, se quedan con que no son muebles, que son personas que trabajan y casi siempre a disgusto, pero como nunca han estado realmente engranados en la maquinaria cotidiana en un trabajo monótono y servil tampoco llegan hasta el intríngulis de la cuestión, es decir: se debe tratar al chico o chica de la limpieza como una persona no sólo porque evidentemente lo sean, sino ante todo porque en ese momento puede que ella o él no se estén sintiendo demasiado como tales… (Como dos mujeres que hace dos o tres cursos entraban casi en cada clase a limpiar pupitres por lo de la COVID, obligaba yo a que todos saludaran y se despidieran de ellas, y además las metía en lo que estuviéramos hablando, y no creáis, que opinaban lo suyo).

El kosher es real, edificante y necesario, pero no funciona a esas edades, es lo que venía a decir. Ellos lo tienen asimilado, pero no comprendido. Una vez mi hijo pequeño y un amigo se dieron unas patadas, y aluciné escuchando como tanto la madre del segundo como otros dos amigos adultos les regañaban suavemente alegando que en el momento en que te pones agresivo, has perdido la discusión y has quedado como un subhumano. Los pobres le miraban como quien ve a tres marcianos, y es lo que eran. Naturalmente, si te pegan pegas, o en el futuro te pegaran dos, tres, e indefinidas veces, por pusilánime. Pero una lección sí aprendieron o interiorizaron, que no fue otra que resulta que defenderse también es impuro, no-kosher. O sea, mejor hacerlo a escondidas y sólo con los coleguitas si viene al caso. Un desastre de lección, tal como yo lo veo, la lección de tener en adelante y siempre que se pueda dos caras (es inevitable, por otra parte, que a partir de cierta edad nuestros reemplazos comiencen a engañarnos, por eso debe minimizarse al máximo, valga el oxímoron). Y además mentira, porque a la hora de la verdad los adultos hablan fatal unos de otros, fuman porros, comen chuletones y se pegan en un semáforo por un incidente de tráfico, por no hablar de la prostitución, las guerras, etc.

En fin, dejo ya este ejercicio impopular de tratar de torcer un tanto los designios de los que al fin y al cabo son mis compañeros ideológicos. Sólo decir que yo no lo hago y me va bien. Nadie me toma el pelo y todos me cuentan sus cosas, alumnos e hijos, por el momento, quizá porque saben que si juzgo o dejo de juzgar no lo voy a hacer en nombre del kosher o no-kosher, sino de su interés más noble o arrastrado, o porque “yo no lo haría, pero tú verás…”. Veo las guarrerías o bobadas que me ponen en sus móviles, me importa poco que digan tacos con tal de que hablemos y desde luego me la refanfinfla que coman chicle en clase o lleven una gorra puesta, a no ser que lo hagan con intención de desafío o que por otro motivo me enfaden. Si me enfado, porque han ido contra otro o contra mí con franca mala baba, entonces se acabaron los privilegios y se va a hacer justicia a muerte, a lo Juez Dredd –“Yo soy la Ley”… Pero hasta en eso creo que deben entender que no es por un criterio abstracto, válido para mí y mi pandilla de coetáneos cincuentones, sino por motivos estrictamente personales que a ellos también les afectarían. No del estilo “me disgusta mucho que hagas eso”, que es chantaje emocional, sino, frontalmente, “eso no me lo vuelves a hacer o te crujo”, así de fácil (mis momentos peores en clase son cuando les expulso con las peores palabras posibles, las peores, o les digo que si recuerdan que soy el tío que les pone las notas y que a mí me van a pagar igualmente; no suele ocurrir). Más adelante ya entenderán que las normas que ya conocen tienen un fundamento sólido, de modo que por ejemplo comer en un Burger es comer basura, efectivamente, pero ahora no, ahora les dices que eso es no-kosher y sienten que les estás engañando, porque está riquísimo y no les engorda.

En general, siempre es una pésima idea creer que se puede deslindar claramente entre lo puro y lo impuro, y reglamentar pedagogía, política y religión a partir de ello. Las dictaduras en nombre del Bien son tan cruentas o más que las dictaduras en nombre del Mal, por emplear un lenguaje infantil. Pero es que además vivimos una tesitura global que deja pequeña la “gran transformación” a la que se refería Karl Polanyi.

Educar a los niños en hábitos que a sus propios padres y docentes les ha costado décadas adquirir hasta pudiera parecer conservador. Un mundo radicalmente nuevo requiere de una plasticidad que los adolescentes de hoy están aprendiendo a adquirir, al margen de nuestros buenos o malos consejos al respecto. No parece, ciertamente, que el funcionamiento del futuro inmediato vaya a ser cosa de kosher y cantar.

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