¡Laputa! (con perdón) 

Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, es un clásico que ha sobrevivido escondiéndose en las estanterías de la literatura juvenil, pese a que fue alumbrado en 1726
febrero 24, 2023
Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift
Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift

“Los científicos se esfuerzan por hacer posible lo imposible. Los políticos por hacer lo posible imposible”.
Bertrand Russell

Decía Chesterton que clásicas son aquellas obras que todo el mundo cita pero nadie conoce. Hoy por hoy apenas las citamos, y menos todavía vamos a hacerlo en el porvenir con el destrozo educativo con que se nos amenaza. No obstante, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, es un clásico que ha sobrevivido escondiéndose en las estanterías de la literatura juvenil, pese a que fue alumbrado en 1726, siglo y pico antes de que la posibilidad de una literatura creada para un público juvenil fuera siquiera concebida. Lo curioso es que no hay libro menos juvenil que el del Dean Swift, lo que ocurre es que, en efecto, nadie lo conoce (existe una versión para televisión muy solvente protagonizada por Ted Danson). Porque justo después de que Gulliver regrese de los respectivos países de los liliputienses y los gigantes, se toma un descanso en Inglaterra y retoma sus viajes. Tras el consabido naufragio, va a parar a la isla voladora de Laputa, donde habitan los sabios. Parece que Swift la bautizo así adrede, pensando en un epíteto español que calificase por alegoría a la propia Inglaterra. Él era irlandés, como Wilde, Joyce, Yeats o Beckett, y puesto que Laputa ejerce el despotismo sobre los territorios que sobrevuela… 

El caso es que Laputa flota gracias a un gran imán, y sus habitantes son científicos, filósofossavants en general, como corresponde a una ciudad que surca las nubes. Swift los describe ensimismados, todo cerebro, bobos para toda cuestión práctica, idos, autistas: 

A lo que parece, las gentes aquellas tienen el entendimiento de tal modo enfrascado en profundas especulaciones, que no pueden hablar ni escuchar los discursos ajenos si no se les hace volver sobre sí con algún contacto externo sobre los órganos del habla y del oído. Por esta razón, las personas que pueden costearlo tienen siempre al servicio de la familia un criado, que podríamos llamar, así como el instrumento, mosqueador -allí se llama climenole- y nunca salen de casa ni hacen visitas sin él. La ocupación de este servidor es, cuando están juntas dos o tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca a aquella que debe hablar, y en la oreja derecha a aquel o aquellos a quienes el que habla se dirige. 
Asimismo, se dedica el mosqueador a asistir diligentemente a su señor en los paseos que da y, cuando la ocasión llega, saludarle los ojos con un suave mosqueo, pues va siempre tan abstraído en su meditación, que está en peligro manifiesto de caer en todo precipicio y embestir contra todo poste, y en las calles, de ser lanzado o lanzar a otros de un empujón al arroyo.

Al fin y al cabo, Tales de Mileto, el primer sabio de la tradición occidental se cayó a un pozo por mirar las estrellas, para mofa de una criada que pasaba por allí.

Así, en Laputa… 

Aquellos a quienes el rey me había confiado, viendo lo mal vestido que me encontraba, encargaron a un sastre que fuese a la mañana siguiente para tomarme medida de un traje. Este operario hizo su oficio de modo muy diferente que los que se dedican al mismo tráfico en Europa. Tomó primero mi altura con un cuadrante, y luego, con compases y reglas, describió las dimensiones y contornos de todo mi cuerpo y lo trasladó todo al papel; y a los seis días me llevó el traje, muy mal hecho y completamente desatinado de forma, por haberle acontecido equivocar una cifra en el cálculo. Pero me sirvió de consuelo el observar que estos accidentes eran frecuentísimos y muy poco tenidos en cuenta. 

Son la música y las matemáticas (mal aplicadas, como se ve), principalmente, el objeto de los desvelos y profundas meditaciones de los laputianos, llevándolas hasta la exageración: 

La segunda mañana, a eso de las once, el rey mismo en persona y la nobleza, los cortesanos y los funcionarios tomaron los instrumentos musicales de antemano dispuestos y tocaron durante tres horas sin interrupción, de tal modo, que quedé atolondrado con el ruido; y no pude imaginar a qué venía aquello hasta que me informó mi preceptor. Díjome que los habitantes de aquella isla tenían los oídos adaptados a oír la música de las esferas, que sonaban siempre en épocas determinadas, y la corte estaba preparada para tomar parte en el concierto, cada cual con el instrumento en que sobresalía (...) Las ideas de aquel pueblo se refieren perpetuamente a líneas y figuras. Si quieren, por ejemplo, alabar la belleza de una mujer, o de un animal cualquiera, la describen con rombos, círculos, paralelogramos, elipses y otros términos geométricos, o con palabras de arte sacadas de la música, que no es necesario repetir aquí. Encontré en la cocina del rey toda clase de instrumentos matemáticos y músicos, en cuyas figuras cortan los cuartos de res que se sirven a la mesa de Su Majestad. Sus casas están muy mal construidas, con las paredes trazadas de modo que no se puede encontrar un ángulo recto en una habitación. Débese este defecto al desprecio que tienen allí por la geometría réctica, que juzgan mecánica y vulgar; y como las instrucciones que dan son demasiado profundas para el intelecto de sus trabajadores, de ahí las equivocaciones perpetuas. Aunque son aquellas gentes bastante diestras para manejar sobre una hoja de papel, regla, lápiz y compás de división, sin embargo, en los actos corrientes y en el modo de vivir yo no he visto pueblo más tosco, poco diestro y desmañado, ni tan lerdo e indeciso en sus concepciones sobre todos los asuntos que no se refieran a matemáticas y música. Son malos razonadores y dados, con gran vehemencia a la contradicción, menos cuando aciertan a sustentar la opinión oportuna, lo que les sucede muy rara vez. La imaginación, la fantasía y la inventiva les son por completo extrañas, y no hay en su idioma palabras con qué expresar estas ideas; todo el círculo de sus pensamientos y de su raciocinio está encerrado en las dos ciencias ya mencionadas.

Pero lo peor, el colmo del ridículo para Swift, es que estos sabios alunados que se pasan la mitad de su tiempo aterrorizados con una posible catástrofe cósmica, se metan donde no les llaman, porque una cosa es la faena astronómica y otra los asuntos humanos, tan delicados: 

Pero lo que principalmente admiré en ellos, y me pareció por completo inexplicable, fue la decidida inclinación que les aprecié para la política, y que de continuo los tiene averiguando negocios públicos, dando juicios sobre asuntos de Estado y disputando apasionadamente sobre cada letra de un programa de partido. Cierto que yo había observado igual disposición en la mayor parte de los matemáticos que he conocido en Europa, aunque nunca pude descubrir la menor analogía entre las dos ciencias, a no ser que estas gentes imaginen que, por el hecho de tener el círculo más pequeño tantos grados como el más grande, la regulación y el gobierno del mundo no exigen más habilidades que el manejo y volteo de una esfera terrestre. Pero me inclino más bien a pensar que esta condición nace de un mal muy común en la naturaleza humana, que nos lleva a sentirnos en extremo curiosos y afectados por asuntos con que nada tenemos que ver y para entender en los cuales estamos lo menos adaptados posible por el estudio o por las naturales disposiciones. 

La sátira no se detiene aquí. Swift, que hizo la parte más importante de su carrera en el partido Tory, era anglicano y conservador, cuando ser conservador aún no tenía las connotaciones que posee entre nosotros, y por ello entiende que la política no es cosa de conocimiento, ni los científicos deben meter sus narices en ella.

De hecho, los científicos no son para él ni hombres: 

Me contaron que una gran dama de la corte -que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado de ella y que vive en el más bello palacio de la isla- bajó a Lagado con el pretexto de su salud; allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse de ella. 

Es decir, que lo que hoy llamamos maltrato de género es preferible a la vida junto a un sabio. Todavía hoy, incluso en lo que denominábamos “parte desarrollada del mundo”, la mentalidad conservadora desconfía tercamente del saber, y prefiere una ciudadanía inculta, ahormada a un trabajo de escasa cualificación, gobernada por una política intuitiva, no razonada, puesto que esto es lo que pasa, según Swift, cuando se atiende a las exigencias de la sabiduría: 

Hacía unos cuarenta años subieron a Laputa, para resolver negocios, o simplemente por diversión, ciertas personas que, después de cinco meses de permanencia, volvieron con un conocimiento muy superficial de matemáticas, pero con la cabeza llena de volátiles visiones adquiridas en aquella aérea región. Estas personas, a su regreso, empezaron a mirar con disgusto el gobierno de todas las cosas de abajo y dieron en la ocurrencia de colocar sobre nuevo pie: artes, ciencias, idiomas y oficios. A este fin se procuraron una patente real para erigir una academia de arbitristas en Lagado; y de tal modo se extendió la fantasía entre el pueblo, que no hay en el reino ciudad de alguna importancia que no cuente con una de esas academias. En estos colegios los profesores discurren nuevos métodos y reglas de agricultura y edificación y nuevos instrumentos y herramientas para todos los trabajos y manufacturas. con los que ellos responden de que un hombre podrá hacer la tarea de diez, un palacio ser construido en una semana con tan duraderos materiales que subsista eternamente sin reparación, y todo fruto de la tierra llegar a madurez en la estación que nos cumpla elegir y producir cien veces más que en el presente, con otros innumerables felices ofrecimientos. El único inconveniente consiste en que todavía no se ha llevado ninguno de estos proyectos a la perfección; y, en tanto, los campos están asolados, las casas en ruinas y las gentes sin alimentos y sin vestido. Todo esto, en lugar de desalentarlos, los lleva con cincuenta veces más violencia a persistir en sus proyectos, igualmente empujados ya por la esperanza y la desesperación. 

Se trata de la Academia, a la que Swift dedica el siguiente capítulo, divertido como pocos, pero esa ya es otra historia. Sólo apuntar que en ella Gulliver despacha su crítica a gusto: 

En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los profesores parecían, a mi juicio, haber perdido el suyo; era una escena que me pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas pobres gentes presentaban planes para persuadir a los monarcas de que escogieran los favoritos en razón de su sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar el bien común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios eminentes; instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero interés es aquel que se asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo; escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlos; con otras extrañas imposibles quimeras que nunca pasaron por cabeza humana, y confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa tan irracional y extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un filósofo. 

No es que Swift sea un cínico, habida cuenta de que el final de sus viajes lleva a Gulliver al país de los yahoos y los houyhnhnms (onomatopeya del relincho de un caballo), los primeros de ellos criaturas antropomórficas salvajes y brutales mediante las cuales el escritor retrata el fondo primitivo irreductible de los seres humanos, y los segundos cuadrúpedos racionales, especímenes perfectos no aquejados por las pasiones, dotados de ciencia innata sin mezcla de opinión alguna y tocados de infinito amor y fraternidad. Justo ahora Swift acrisola su ideal, y, sin embargo, los houyhnhnms, que son todo lo que los hombres jamás seremos, tampoco reciben educación: 

Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin cargar las memorias demasiado (…) En poesía hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente inimitables la justeza de sus símiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones. Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros ejercicios corporales. 

En resumidas cuentas: parece típico de la mencionada mentalidad conservadora querer un prototipo de hombre que nazca espontáneamente excelso, pero como esto, naturalmente, no sucede así, entonces lo mejor, el mal menor, es gobernar con mano dura a la manada, a los yahoos. Como mucho, se admiten juegos florales. En otra ocasión, famosa, Swift afirmó que odiaba a la humanidad en abstracto, pero, en cambio, guardaba un gran respeto por personas particulares como Juan, Pedro, etc.

Es de suponer que Juan, o Pedro, serían amigos suyos… Dado que en el mundo moderno la sabiduría (científica, filosófica, técnica, humanística, etc…), por regla general, no puede ocultar nada, y actúa con el código/fuente abierto -por tanto es en este sentido lo contrario de autista-, la única manera de atacarla es desacreditarla desde el plano de las costumbres. Y dado que el sabio (científico, filósofo, técnico…) es un individuo fuera de lo común, entonces hay que conseguir que disminuya su número riéndose populacheramente de él.

Así nos van las cosas: con un tesoro humanístico y científico incalculable -entre el que se cuenta, después de todo, el Gulliver de Swift[1]– disparamos a la educación, a los fondos para Investigación y Desarrollo conforme a las directrices de políticos que son como para exclamar “¡Laputa!” (que los parió…). 


Notas

[1] Aunque la abyección sea contraria a la soberbia, el abyecto está, con todo, muy próximo al soberbio. Pues dado que su tristeza brota de que juzga su impotencia según la potencia o virtud de los demás, esa tristeza se aliviará, es decir, él se alegrará, si ocupa su imaginación en considerar los vicios ajenos, de donde ha nacido el proverbio: solamen miseris socios habuisse malorum (conforta tener compañía en la desgracia); por el contrario, se entristecerá tanto más cuanto más inferior a los otros crea ser, de donde resulta que nadie es más propenso a la envidia que los abyectos, y que nadie como ellos para observar las acciones de los hombres con vistas a su crítica, y no a su corrección; de ahí, en fin, que sólo les parezca bien la abyección misma, y, en realidad, se glorían en ella, aunque de manera tal que parezcan despreciarse a sí mismos, Ética, IV, 57, Baruch Spinoza. 

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