Con los pies bien puestos en el aire

marzo 22, 2021
relatos eróticos

 

Marcela era tan feliz que a veces miraba bajo su suerte en busca de alguna preocupación en qué entretenerse. Cuando cumplió los quince descubrió en el espejo a una muchacha delgada cuyos pezones eran demasiado puntiagudos para ser reales y cuyo espacio entre los muslos podía albergar una almohada sin separar las piernas, y así que la albergaba todas las noches prescindiendo de fantasías eróticas, por el mero hecho de que su cuerpo de galgo parecía estar hecho para sentir la fricción en sus terminaciones rosadas.

Los hombres también parecían darse cuenta de su condición de ente sexual y en vez de sostenerle la mirada como le hubiera gustado, en vez de buscarle un rubor o una sonrisa, ponían sus ojos en las caderas de Marcela, en su busto y en el mejor de los casos en la boca de labios gruesos que por algún motivo siempre tenía húmedos. Pero Marcela, a fuerza de ser pieza de exposición permanente, había desarrollado un amor hacia cuestiones más anodinas como las matemáticas, la literatura y la química, las horas de estudio a solas en su cuarto verde limón y los buenos modales.

Tenía una carrera por empezar y años de vida por venir bien diseñados en su mente. Sus padres, que ya no encontraban elogios para su hija por haberlos dicho todos, por haberlos repetido a los vecinos y amigos, a los profesores y conocidos, habían resumido la personalidad de la muchacha en una frase: «Marcela tiene los pies bien puestos en la tierra».

En una fiesta familiar conoció a Miguel Ángel y se enamoró de él tras diez minutos de mirarle a los ojos aceitunados. «Mamá, estoy enamorada», decía sin recato porque nunca le ocultó nada a su madre, nada excepto su almohada.

Miguel Ángel hacía uso desmedido de sus ojos aceitunados. Marcela llegó a perder la esperanza de que él pudiera pronunciar tres palabras seguidas, o que al menos fueran palabras coherentes, o en última instancia, que le interesara algo de lo que Miguel pudiera decirle. Y a pesar de tener que obviar las conversaciones profundas que eran una parte elemental del plan de vida que tenía bien diseñada en su mente, de no poder complacerse con las frases al oído que bien pudieran describirle cómo iba a ser despojada de su ropa, o narrarle los besos y mordidas por venir, aquellos ojos aceitunados eran definitivamente trascendentales, así que concluyó en que aquello tenía que ser amor y prescindió de su almohada.

Por supuesto que Marcela no sabía que no se ama la primera vez que se ama. Lo supo el día de su cumpleaños, cuando temprano en la mañana, Miguel Ángel le hizo llegar un ramo de diecinueve rosas rojas con una tarjeta que decía: «te amo, mi amor», en letras doradas y cursivas. Marcela recibió aquel regalo y sintió cómo traicionaba a su espejo y desperdiciaba su cuerpo de galgo, miró a la almohada con nostalgia y ese mismo día, en compañía de un amigo de clases salpicó de rojo la meseta del laboratorio de química. Miguel Ángel llegó a casa de Marcela tres horas después y la desfloró de nuevo, pero entre tanto pétalo en la cama y rosas desperdigadas no se dio cuenta de la falta de los otros rojos vertidos en su ausencia. Ni todas las aceitunas del mundo hubieran evitado entonces que Marcela lo enterrara y pusiera en su lápida la palabra precoz, con letras doradas y cursivas.

Ya amanecía fuera del club cuando conoció a Carlos Ariel, de elocuencia febril y ojos azules, de estrato social análogo al suyo y pino oloroso en el retrovisor del carro. Carlos Ariel la entretenía, la acariciaba y podía embestirla entre los muslos por lapsos de tiempo mucho mayores a lo que hubiera imaginado fuera posible. «Mamá, lo amo», decía como por primera vez mientras recostaba la cabeza en una cama que no necesitaba almohadas.

Por supuesto que Marcela no sabía que no se ama la segunda vez que se ama, pero su madre la apoyó desde el principio porque aquel era un muchacho de buena familia, que nunca dejaría que su hija pasara por los inconvenientes de una guagua o una cola, y porque había que tener los pies bien puestos sobre la tierra. Su padre recibía a Carlos Ariel con palmadas en el hombro y algunos ven, vamos a tomarnos unas cervecitas en lo que sale la niña del baño.

La vida de Marcela era completa ahora. La muchacha no encontraba una sola de las líneas de su vida fuera del plan tan meticulosamente trazado en el diseño de su existencia. Pero a José nadie le había enseñado a mirar al suelo con sus ojos café recalentado cuando pasaban caminando las personas con planes. Lo único que José sabía hacer era podar los altísimos laureles de la avenida para que las ramas no tocaran el tendido eléctrico, y leer hasta el cansancio encaramado en una rama o colgando del arnés en plena lectura porque el proceso de desmontarse y montarse de los cables podía robarle preciosos minutos de un cuento o un poema, de una reseña, de un ensayo o de la posología adjunta a una caja de aspirinas.

Una mañana los medios empezaron a hablar de ciclón, de cuidarse la vida, de podar los árboles, de que las actividades laborales y docentes estaban suspendidas, de los nosécuántoskilómetrosporhora con que golpearían los vientos.

Todos los árboles de la calle de Marcela fueron condenados. La brigada de poda llegó a trabajar un lunes bien temprano, y José ya tenía una legión de libros de bolsillo metida entre los cables del arnés. Comenzó con unos versos eróticos en alta voz desde la copa del laurel. Ese día al papá de Marcela se le calentaron las cervezas por falta de electricidad, y Carlos Ariel no pudo salir de su casa por falta de gasolina, y Marcela nunca había aprendido a no mirar arriba cuando las personas están suspendidas en el aire, machete en mano, recitando poesía sucia y cortando ramas. Por supuesto, ella no sabía que se ama cuando se miran estas cosas que no debieran existir y al llegar a la casa lo primero que hizo fue no decirle a la mamá cuánto lo amaba, mientras acomodaba, otra vez, la almohada entre sus piernas.

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