Bucéfalo

diciembre 30, 2020
escribiendo carta a Beatriz

 

Foto por Photo by Calum MacAulay

 

Me senté como Abelardito, tan adelante que podía oler el aliento a café de la bodega de la profesora. Había esperado toda la semana: era viernes, mi día de salvamento.

El martes reprobé Matemática. ¿Qué culpa tengo yo de que las ecuaciones hayan nacido incompletas? ¿qué culpa tiene Betty de no haber tenido la oportunidad de admirar a un tipo como yo en plena ejecución de sus funciones literarias?

El miércoles fue Física, también reprobada. ¿la causa de que se hubiera detenido un carrito en la mesa del profesor era el rozamiento? Eso no lo entiendo porque si yo fuera un carrito y Betty me rozara, no me detendría jamás. Por poco lo digo en alta voz, pero entonces todo el mundo se hubiera reído y ella viraría los ojos al techo y después me miraría con cara de verdugo.

El jueves, Historia. Reprobada. No sabía que Alejandro Magno había conquistado todo el mundo conocido, que había fundado la capital del mundo en Egipto, y que había domado a Bucéfalo con unas palabras y una caricia en la crin. Lo admiré. Yo podía haber conquistado el mundo y fundado su capital bajo el mediterráneo; pero mi Bucéfalo seguía allí, sentada a dos mesas de distancia, pastando libremente en el aire que la rodeaba sin probar el mío; mi aire de cobarde que no se atreve a acariciarle la crin.

Pero, el viernes tocaba Literatura, y la máxima calificación esperaba envuelta en admiración y en la mirada sorprendida de Betty; por motivos de burocratismo universal, nunca se enteraba de mis síntomas. O yo estaba -estoy- muy atolondrado y en dicho caso el universo no tendría nada que ver en con mis malos ratos.

La carta del catorce de febrero, en la que, cansado de párrafos que piden besos y caricias, había escrito «invocación al ósculo», fue decomisada por el censor de cartas de amor porque la palabra «ósculo» tiene una fonética disonante.

El día de la pizzería le dije bien claro a la camarera que le entregara el pedazo de papel con unos versos de Vallejo que Rebeca me copió. Pero, la mujer, entre lasañas y canelones, había ido a entregárselo a Caridad, que hizo todo lo posible por alcanzar mi portañuela con la punta del pie por debajo de la mesa.

Pero ya era viernes. No habría suspensos ni malos entendidos. La profe hablaría de la Divina Comedia, escrita por un tal Dante que estaba, como yo, sin poder ensillar a su Bucéfalo que también se llamaba Betty. Él me dio coraje.

La profe dictó el examen oral: un comentario sobre Dante Alighieri. Fácil. Todo ocurriría frente a la docta, la indiferente, la impasible Betty. Tres minutos, cinco, diez. Emborroné una cuartilla, puse notas al margen (no es que hicieran falta, pero si esa era mi materia de salvamento iba a desplegar toda la parafernalia); escribí mi declaración de dependencia, la caricia a bucéfalo:

«Dante, ¿escritor? Mucho más. Hombre admirable por empeñar su vida al amor de Betty (tachón) Beatriz. Me identifico con él, aunque un servidor no haya escrito la Divina Comedia, ni haya descrito el cielo, el infierno, el purgatorio; pero soy capaz de ir a los tres lugares con tal de que Beatriz (tachón) Betty… (tachón) Beatriz, lea una sola de las líneas que llevo dentro, y que no son divinas, ni comedias, pero son; y me deje acariciarle la crin, esa crin negra que le cae por sobre el hombro…»

Listo. Infalible.

Por fin la profe preguntó.

¿Quién va a leer primero?– Pude oler su aliento a cigarro.

Aquí, profe, yo. Yo.

Dirigió su índice sordo a Armando. Me cagué en la mamá de Armando, no es que tuviera nada que ver, pero me cagué igual. Armando tiene un deje intelectual cuando lee. Los profesores dicen que su cociente intelectual es de ciento treinta.

No dejó ningún elemento fuera. Dante, La Comedia… divinizada por Bocaccio… el poema más famoso de todos los tiempos… todo un revolucionario este Dante.

Perfecto, Armando– dijo la profe.

«Perfecto», pensé yo (se le había pasado lo de Beatriz). «Él es una máquina, no entiende a los artistas»

Que lea otro estudiante.

¡Yo, mándeme a mí! ¡Yo, profe! ¡Yo! ¡Estoy sentado aquí, delante de usted!

Su respuesta, Caridad.

Caridad repitió lo mismo básicamente. Dijo que lo admiraba mucho y algo de las lenguas vulgares. Ella sí que sabe de lenguas vulgares, y de reguetón, y de telenovelas…

De nuevo la profe buscando. De nuevo el índice de Damocles vagaba por el aula y caía sobre Betty. Guardé silencio, el aula también hizo mutis. Ella terminó de ponerse rímel y habló con una seguridad hecha indiferencia.

-Yo creo, profe, que Dante era un escritor para todos los tiempos, porque su obra está vigente y hurga en los mismos valores y preceptos por los que la humanidad todavía vela. Pero eso de andar obsesionado con la misma mujer toda la vida deja mucho que desear de su carácter. Para mí es un hombre débil que, de verdad, no merece el amor de Beatriz. En lo particular me quedo con Bocaccio, con sus monjas pecadoras y sus curas herejes, con sus mujeres inteligentes y frías; no es por nada, pero eso es más excitante que leer cómo un hombre camina purgatorio, cielo e infierno por una mujer que al final, nada.

-Es tu opinión- dijo la profe.

Ya no levanté la mano, sino que metí la cabeza entre los brazos, pero su índice me miró.

-A ver, César ¿qué escribiste?

El viernes reprobé Literatura.

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