Según muchos la libertad del individuo frente a la sociedad, y en especial el Estado, se sostiene sobre el derecho a la propiedad privada. Es el interés de las amplias clases medias propietarias, en la conservación de la libertad que les da la autonomía económica, el principal sostén de las poliarquías modernas, o lo que equívocamente llamamos regímenes democráticos. Incluso Marx, hacia el final de su vida, coqueteo con esa idea en algún párrafo del primer tomo de El Capital.
En esta visión el capitalismo, el individualismo moderno, y los regímenes poliárquicos, tendrían su origen en el yeoman inglés de la Baja Edad Media. El pequeño propietario rural que nutrió de excelentes arqueros las filas del ejército inglés en la Guerra de los Cien Años contra Francia, y que tan determinante fue en la inicial superioridad inglesa en un conflicto entre dos reinos tan dispares en población —en el siglo XIV la población francesa superaba en más de diez veces a la inglesa.
Mas el asunto está en que hace mucho las clases medias en las poliarquías no son realmente propietarias de los medios de producción. Incluso en el caso de los pocos propietarios de clase media que van quedando, su libertad en cuanto a lo que pueden hacer con su propiedad, y sus producciones, se encuentra cada vez más y más restringida por los acuerdos de financiación y distribución que necesariamente, dadas las complejidades de la economía moderna, deben firmar con bancos y grandes empresas. Sin dejar de lado las limitaciones al margen de maniobra del propietario en general, en cuanto a ejercer su voluntad sobre su posesión, que dicta el marco regulatorio de una convivencia altamente civilizada. Ejemplo, ciertos estándares de vida que la sociedad contemporánea impone: en las democracias más próximas al ideal no puede usted talar los árboles de su propiedad porque le da su real gana, ni tampoco puede decidir construir su casa sin determinados estándares higiénicos.
Lo cierto es que las formas predominantes de propiedad privada sobre los medios de producción, en las poliarquías presentes, mezclan en corporaciones y bancos a la gran propiedad de unos pocos billonarios, con la propiedad socializada de los accionistas. Y la tendencia a la concentración de la propiedad, a su administración por formas cada vez más socializadas, como sin dudas ocurre en las corporaciones, a la vez que, a la desposesión real de la clase media de los medios de producción, parece ser algo inevitable, incluso en el futuro no inmediato. Al menos si no se renuncia a la eficiencia económica como principal interés.
Estas constataciones de lo que hoy ocurre, sin embargo, no han llevado a los proponentes de la fundamentación de la libertad sobre la propiedad privada a preguntarse si las llamadas democracias contemporáneas realmente aún hoy se conservan sociedades libres.
¿Pero cómo es entonces que justifican la incuestionable persistencia de cierto nivel de libertades modernas, capitalistas, en este escenario en que la amplia autonomía económica, que supuestamente fue la que permitió el proceso de individuación, es cada vez más un sueño y menos una posibilidad, en que las clases medias viven no de sus propias producciones, sino de vender su fuerza de trabajo físico, o su creatividad intelectual?
Las libertades, para los proponentes de su fundamentación en la propiedad, sobreviven gracias a un malabar sofístico. Han ampliado el rango de los tipos de propiedad que promueven la libertad más allá de aquellos que sirven de manera directa a la actividad productiva, o sea, de los que generan autonomía económica. En fin, han sustituido a la autonomía productora, como base del régimen de libertades, por la autonomía de consumo; al ideal jeffersoniano de una sociedad de productores libres, por el ideal de una sociedad dividida en unidades familiares, que desde una pequeña propiedad, la mayor parte de las veces no propia, rentada o hipotecada a los bancos, consumen gracias al dinero que logran obtener sus individuos productivos de vender su fuerza de trabajo, o su creatividad, en el mercado de mano de obra.
Obsérvese la diferencia: en el primer caso el individuo asiste al mercado a vender, en el segundo a venderse. Ya de por sí la dirección de esta transformación nos habla de una disminución del grado de libertad real.
El recurso, por cierto, nace de la voluntad de sobrevivencia del sistema capitalista, dado que a pesar de lo que digan sus críticos, el capitalismo no puede vivir sin cierto grado mínimo de libertad individual. Por tanto, el sistema económico capitalista que heredan esas unidades productivas hipertrofiadas en la búsqueda de la eficiencia, dentro del cual han surgido y dentro del cual solo pueden surgir, las obliga a buscar un espacio de libertad en alguna parte. Espacio que, por el propio proceso de concentración de la propiedad en grandes unidades productivas, inherente al capitalismo, solo va quedando del lado del consumo.
Poco, sin embargo, puede esperarse de este sucedáneo en un mundo cada vez más superpoblado, en que por un lado se multiplican hiperbólicamente las regulaciones de convivencia, y por otro se impone cada vez con más fuerza la necesidad de regular el consumo, por razones medioambientales. Con lo cual las burbujas de libertad de las unidades familiares, en sus viviendas rentadas o hipotecadas a los bancos, se encogen en proporción inversa al aumento del apiñamiento planetario.
En resumen, la producción contemporánea avanza hacia la concentración de las unidades productivas, dejando espacios de libertad solo del lado del consumo. Pero a su vez al haber alcanzado el sistema económico los límites planetarios, se impone una cada vez mayor regulación del consumo, con lo que también tarde o temprano desaparecerá esta última área de libertad, y por ende un sistema económico, el capitalismo, que requiere necesariamente de cierto nivel de libertad individual frente a la sociedad.
Tras esa desaparición en el mejor de los casos la Humanidad completa retrocederá a una sociedad del tipo de aquellas que prosperaron al inicio de la civilización en las riberas de los grandes ríos de Asia y del norte de África, o más exactamente a una actualización suya contemporánea: la soviética o la China maoísta. A resultas de la nacionalización de las corporaciones por el Estado, o como puede también ocurrir, por la gradual compra del Estado por las supercorporaciones. En el peor de los casos, el caos se adueñará de las sociedades humanas, y retrocederemos a la barbarie.
Todo, por tanto, nos debería de hacer muy pesimistas en cuanto al futuro de las libertades modernas. Si es que partimos de la idea de que la libertad humana depende de la existencia de una amplia clase media propietaria de pequeñas unidades de producción, o incluso de la de aquella actual que amplia las formas de propiedad necesarias para el florecimiento de las sociedades libres a las ya no meramente productivas, a las que solo aseguran un espacio mínimo para que el consumo, sea individual o familiar.
Mas no hay porque dar por ineluctable la apocalíptica evolución descrita más arriba. El advenimiento de los regímenes poliárquicos de libertad no tiene como causa última el respeto al derecho de propiedad de una considerable clase media. Es está más bien una de las tantas consecuencias de una causa más profunda. Una consecuencia acompañante, paralela, pero que no implica que la Libertad sólo pueda darse donde hay propiedad privada de algún tipo. Para que se entienda: siempre que haya un amplio sector de población propietario, en la sociedad en cuestión habrá un elevado nivel de libertad individual, pero no necesariamente tiene que existir ese sector para que haya la última.
La cuestión es aquí, por tanto, descubrir cuál es esa causa más profunda sobre la que se levanta la libertad. O más exactamente sobre la que se sustentan las sociedades libres, las que han escogido a la libertad cual su valor central.
Desde los tiempos minoicos en Occidente hemos disfrutado de más o menos libertad en relación a la existencia de una movible última frontera en las zonas exteriores de nuestras sociedades. Cuando ha habido espacio virgen a la explotación y la colonización, por los individuos que no se acomodan nunca al ingente grado de regulaciones y tradiciones, predominantes hacia el núcleo humanizado, la libertad ha imperado en Occidente; cuando por el contrario ha faltado esa última frontera siempre alejándose de nosotros, como el horizonte, el anquilosamiento y el estancamiento han imperado, como durante la Edad Oscura que vivimos los occidentales por siglos, incluso desde algo antes de la caída del Imperio Romano.
Lo determinante ha sido que una parte de la sociedad haya podido vivir de acuerdo con su deseo de un alto grado de libertad, allí, en la última frontera, y también en ese volumen en proceso de humanización que está deja tras de sí, a medida que se adentra más y más en el Universo. No importa que esos individuos sean una parte ínfima que vive en las capas exteriores, aún no humanizadas de la sociedad en cuestión. El asunto está en que en una sociedad que tiene como meta principal extender el volumen de espacio humanizado, el grupo de individuos que asumen el reto de la libertad se convierten en sus héroes, en el modelo en el que se crían sus niños y adolescentes, y en consecuencia en el proceso imponen a todos sus valores, al cabo de par de generaciones.
Los valores del lobo, no los de la oveja respetuosa de la tradición, del Estado, de quienes mandan por designio divino, o de las leyes de la Historia, pero tampoco los de la oveja consumista. Los del único y verdadero hombre, el libre, ese que nunca podrá vivir a gusto, ni conseguir integrarse y prosperar en el núcleo de la sociedad, asfixiante de tantas tradiciones y regulaciones, de tantas costumbres y maneras habituales y sancionadas por la opinión común de vivir la vida, recargadas de jerarquías a las que integrarse disciplinadamente, y en que medran como peces en el agua los burócratas, los policías políticos, pero también los asalariados, los corredores de bolsa o los académicos, por sobre todo en economía.
En la Grecia Clásica, o más bien en la cultura pre minoica de las islas Cícladas, el empujón para el nacimiento de las sociedades libres, occidentales, fue el enorme espacio mediterráneo que se abrió ante los individuos pre helenos. En la Modernidad es primero los mares y costas de todo un planeta, cuya realidad supera en mucho las más desbocadas fantasías de los hombres del Medioevo; espacio que le es abierto a Occidente por un puñado de navegantes portugueses, vascos y genoveses. Después, entre los viajes de Cook y la conquista del Polo Sur por Amundsen, hay una segunda oleada en que ante los occidentales se abren las enormes superficies interiores de todos los continentes, más allá de la muy humanizada Europa.
Es por cierto en esos espacios nuevos, que quedan atrás a medida que la última frontera se mueve por el planeta, pero en que todavía el proceso de humanización es muy incipiente, que los hombres pueden hacerse de una verdadera propiedad privada. Una propiedad por entero suya, que regentar como se les venga en gana, por encima de las ingentes regulaciones y tradiciones en el núcleo de una sociedad que todavía está muy lejos, hacia el este, como para inmiscuirse en la vida privada de los pioneros. Es en esos espacios que surgirá un arquetipo: el texano; o, por qué no, el yeoman, ya que puede muy bien considerarse que la Inglaterra de los siglos XI, XII y XIII no es más que la última frontera, o el espacio que queda detrás de ella, abierto a los pioneros, del núcleo muy humanizado de la sociedad feudal francesa.
Pero ¿por qué no siempre que ha habido espacio abierto ante una civilización la Libertad se ha convertido en su valor central, o incluso por qué muchas veces no se ha dado el impulso a ocupar ese espacio? ¿Por qué entre los helenos floreció la Libertad como no ocurrió nunca entre los fenicios, o más cerca de nuestro tiempo, por qué ella se convierte en el valor central para los americanos del norte, y no para los del sur?
Hay que admitir que con el espacio frente a la civilización en cuestión debe coincidir una mentalidad que le permita a la civilización en cuestión aprovecharlo, y de una cierta manera.
En esencia es la mentalidad del cazador, que ha logrado de alguna manera seguir viva en algunas civilizaciones que han superado la edad cazadora, en medio y a pesar del imperio del simbolismo desbocado, que se impuso tras la Revolución Agrícola, y como una de sus más destacables consecuencias.
Lo cierto es que en la generalidad de los casos a aquel momento inicial en que el hombre vive atento a esa brisa que de repente cambia, a esa huella todavía caliente, a esa rama partida de inhabitual manera, atento a las pistas, a los «indicios» que le permitirán comer hoy, lo sigue uno de súbito aumento del imperio de los signos, o en esencia de los prejuicios civilizatorios elaborados cada vez de manera más sofisticada.
Hay un primer momento en que el hombre, sin muchos más contertulios humanos a su alrededor de los que rodean a cualquier lobo en su vida salvaje, vive por sobre todo consciente del medio que lo rodea. En el cuál se ve obligado a mantener su atención a la caza de regularidades, con el menor bagaje de pre–juicios que puedan nublar su plástica mente de cazador, y por tanto dificultar su capacidad para alimentarse. A este lo sigue un segundo, sobre todo en los grandes estados agrícolas de las riberas de los grandes ríos, en que los campesinos, los escribas, los sacerdotes y los reyes viven todos por sobre todo en un orbe humano, en que el «signo» desplaza al «indicio». Son los tiempos de la magia, de lo semejante que engendra lo semejante, pero también aquellos en que la escritura deja de ser un instrumento del hombre para adquirir un poder mágico sobre el hombre.
Observemos que para el cazador que vive en ese primer momento encontrar la verdad es un asunto muy suyo, vital, y en que a menor número de pre–juicios heredados, mejor. Solo basta con el deseo de alimentarse y una mente lo más abierta y menos pre–juiciada posible. Sin embargo, para el civilizado que medra en alguno de los primeros estados agrícolas de la ribera de los grandes ríos, la verdad es algo consensuado por sus antepasados. Claro, puede darse ese lujo de desconectarse de la verdadera realidad en un medio en que las cosechas crecen con una regularidad nunca antes vista.
Ahora, ¿cómo ha logrado saltar por sobre milenios esa mentalidad del cazador, hasta llegar intacta al heleno? ¿Cómo ha logrado mantenerse viva, al menos lo suficiente para que al enfrentarse a los signos el heleno, dotado todavía con ella, permanezca lo suficientemente abierto de mente para no dejarse embrujar con el poder de lo simbólico, y a su vez usar ese enorme poder en la exploración de la realidad?
Tuvo que ver con un conjunto de circunstancias que confesamos no dominar al detalle. Probablemente haya sido la feliz coincidencia de que cierto pueblo, todavía vivo mentalmente en la edad de la caza, ocupase las islas Cícladas al mismo tiempo en que acababan de dar un enorme salto tecnológico a la era de los signos, luego de entrar en contacto con las proto-civilizaciones de la creciente fértil.
En esas coincidentes circunstancias, el irse a vivir a unas islas frente a la multiplicidad de costas que cierran el Mar Egeo, que no aseguraban alimentación y agua más que para unos pocos, casi tan pocos como en el tiempo de las manadas humanas cazadoras, algo tan diferente de lo que ya comenzaba a suceder en las masivas sociedades establecidas en las riberas de los grandes ríos próximos, aseguró que el cazador reconvertido en navegante siguiera vivo en ellos, en un tiempo en que los signos consensuados por los ancestros encerraban a otros hombres en un orbe artificial. Por tanto la curiosidad de esos flamantes isleños por los indicios, por la Naturaleza que enfrenta el individuo en solitario, continuó muy viva, mientras que la de los hombres de los nacientes estados de cultivadores se anquilosaba a medida que no era la exploración personal de tu circunstancia de vida lo establecido, sino la sumisión a la voluntad de los ancestros, manifestada a través de los signos no entendidos como herramientas para la búsqueda de la verdad, sino que transformados en moles de piedra en que para siempre se imponía la única verdad, la de los ya muertos.
Si ocurrió así, que es lo más probable, el instante temporal en que comenzaron a ser ocupadas las Cícladas señalaría de manera exacta aquel en que nació en las costas del Egeo la Civilización Occidental. Pero lo importante es que ese conjunto de coincidencias, que concurren en las islas griegas hacia el tercer milenio antes de Cristo, tendrá dos consecuencias fundamentales en el surgimiento, por primera vez en la historia humana, de una civilización que tiene como su valor central a un signo muy particular: el de la Libertad.
La primera es que mantiene vivo en el heleno el espíritu original del hombre cuya natural reacción ante un espacio abierto es lanzarse al mismo, para en él poner a prueba su capacidad de buscar su propia verdad, esa más vital, sin el peso de los prejuicios.
La segunda, un tanto más compleja, y de más perdurable trascendencia, es que a ese hombre que en solitario se enfrenta a la búsqueda de la verdad le permite traer, del orbe humano que encapsula al hombre de las civilizaciones ribereñas, la idea de las leyes fuertes, las de aplicación universal. O sea, le permite adaptar el concepto de las leyes que rigen la comunidad humana, y que han sido consensuadas por los antepasados (Dios es el antepasado por antonomasia), al afuera no humano al que se enfrenta en solitario.
Esto, al hombre no adormecido por el sugestivo poder de lo simbólico, le dará una herramienta en la búsqueda de la verdad en extremo potente. Al punto de que el dotado de ella podrá ya no solo aprovechar la regularidad actual, sino atreverse a regularizar al mundo, humanizarlo. Ya que ese mundo es así entendido como gobernado por un conjunto de reglas accesibles a la razón humana, no mediante el aprendizaje disciplinado de lo dicho por los ancestros, sino mediante la investigación de los indicios. Investigación que se somete a discusión en el Ágora, pero que en esencia es individual, y cuya defensa de sus resultados es también individual.
Es en esencia la idea que milenios después escribirá John Locke. La de que Dios le ha dejado el mundo en bruto al hombre, para que este, al hacer uso de las chispas de creatividad divina que han sido puestas en él, pueda transformarlo en un jardín agradable a los ojos del Creador. Idea llevada al extremo poco después, cuando con el Deísmo, Dios termine definitivamente reconvertido de un todopoderoso antepasado en un conjunto de leyes universales abstractas. Conjunto de ideas que, sin embargo, en formas más indefinidas, ya estaban presentes en el ideario básico heleno desde al menos medio milenio antes del supuesto nacimiento de Cristo.
En última instancia, como hemos dicho, el gran logro de los pueblos del Egeo es que, al mantener vivo al cazador, al hombre original, tras el surgimiento de la civilización agrícola, logran hacer de los signos lo que realmente son: herramientas para la búsqueda de la verdad en esferas de la realidad que ya no le son tan inmediatas y tangibles a nuestros sentidos. En el proceso inventarán un nuevo signo, el más importante de todos, el que es capaz de devolverles a los demás signos su justo sentido, el que les quita esa función de huecos en la tierra, dejados atrás por los ancestros para que los hombres del presente consigan esconder sus cabezas de la realidad vital: el signo de la libertad.
La libertad, por tanto, no es más que una provisión suficiente de espacio para vivir a mi manera, sin la presión excesiva, aplastante para la creatividad, de la sociedad de la que formó parte. Pero a la vez es más que eso, ya que como hemos visto esa provisión de espacio no está disponible hacia el área central civilizada de esa sociedad, a menos que para algunos individuos no baste nunca con la allí disponible. Es por tanto la libertad por sobre todo esa ansia que me lleva a perseguir infatigablemente la línea del horizonte, que me arrastra a la búsqueda de espacio para vivir mi vida lo más independiente posible. Es un ansia imposible de encerrar, porque incluso cuando ese espacio no existe, ella me lleva ya no solo a difundirme por los espacios abiertos a mi capacidad tecnológica actual, esos que puedo conquistar con solo echarme a andar, sino a hacer progresar ex profeso, en un esfuerzo común con mis camaradas, esa capacidad para conseguir elevarme a los que ahora quedan más allá de nuestro acceso.
Debemos aquí hacer un aparte para poner en guardia contra ciertas esperanzas infundadas que nacen de ese carácter de mentalidad, de ese sentido cultural que la libertad sin duda tiene: Como ansia suya, ella termina por perderse también, no importa cuán glorioso sea nuestro pasado, si en realidad no conseguimos abrir ante nosotros, constantemente, nuevas fronteras.
Encerrados en un volumen, del cual no alcanzáramos a salir, tarde o temprano no nos quedara otro espacio que el núcleo social, híper regulado, en el cual sin los buenos ejemplos de la vida en libertad muy pronto el hombre se acostumbrará a la modorra de una vida preestablecida, «segura», «familiar», y los que no lo consigan se marchitaran por los rincones: exactamente lo que nos sucede ahora, en que la persecución del horizonte por nuestros ancestros ha terminado por convertir a La Tierra en un cada vez más aglomerado apartamento cósmico.
O sea, que culturalmente se impone que seamos capaces de no solo vivir de las glorias de nuestros ancestros, que a las generaciones subsiguientes de amodorrados les sabrán más bien a desvaríos de bárbaros, sino incluso de construir concienzuda y consensuadamente las condiciones para que la libertad vuelva a desplegarse como el valor y la idea central de las sociedades humanas, o más bien de una única sociedad humana.
Pasar del reino de la necesidad al de la libertad, concentrar nuestros recursos en el intento de salir del hueco en que de repente nos descubrimos, para así recuperar las formas de vida texanas, ambas cosas implican una voluntad consensuada de toda la comunidad humana, o de al menos una parte significativa de ella.
Para resumir: en lo esencial la libertad humana no depende de la existencia o no de la propiedad privada. Recluidos en este planeta, así parceláramos toda su superficie a partes iguales, y a cada unidad familiar le entregásemos una, no conseguiríamos evitar que ese igualitario estado inicial evolucionara invariablemente hacia formas alucinantes de concentración de la propiedad, sea en manos del estado, o de eso que tanto tiende a parecérsele, hasta el punto de que adivinamos podría hacérsele indistinguible: una megacorporación.
A ello conducen por un lado la tendencia a la concentración de la propiedad que genera en sí mismo el mercado, la cual solo puede ser controlada al cederle poder al estado para su control (con lo que también impulsamos el proceso de concentración); y por el otro la necesidad de aplicar regulaciones cada vez más estrictas, aplicadas a cada vez más aspectos de la vida humana, debido a los problemas que siempre generará la convivencia en un espacio limitado, inmutable.
La libertad es un asunto de espacio. Por lo tanto, la única manera de conservar nuestra cultura occidental, basada antes que nada en ese valor, fundada sobre ese signo, está no en conservar a ultranza un sistema económico que en realidad es al presente sólo una sombra de lo que fue, sino en volver a abrir espacios nuevos ante nosotros.
Pero ello implica en los inicios un esfuerzo común…