Horror vacui
Las formas pedagógicas establecidas (vale decir, académicas) han olvidado el propio sentido de ser para los que buscan aprender, pues de lo contrario harían un uso mucho más extenso y sistemático del aforismo, esa forma idónea para motivar a andar los senderos (laberínticos, por cierto) del conocimiento.
Concentrados hasta la ceguera respecto a lo diverso en la práctica de discursos eminentemente explicativos, los profesores universitarios eluden el sentido del misterio como una de las fuerzas fundamentales del saber, y por lo tanto la parquedad sibilítica del aforismo se les aparece como algo «perjudicial» en el proceso de enseñanza, y terminan reduciéndolo a mera cita ilustrativa, como si los aforismos necesitaran sustentarse desde afuera. Pero lo que verdaderamente los espanta, aún inconscientemente, no es el aforismo como tal, bien definido en su carácter corpuscular, sino más bien el entorno de este: el silencio.
El delirium tremens discursivo es sólo esto: horror vacui del lenguaje.
Anarquía necesaria
Una vez mal entendidos los conceptos de exclusión e inclusión, cierta forma de pedagogía se institucionaliza inevitablemente, en virtud de su supuesto rigor.
Es aquella que profesa la necesidad de incluir (esto es, de sumar) la mayor cantidad posible de contenido temático en los diversos cursos. Soportada por el culto de la cantidad de información, esta forma pedagógica privilegia la visión panorámica sobre el detalle punzante, y olvida la posibilidad de que todo el cuadro esté contenido, de modo más preciso y dependiendo menos de la ilusión visual producto de la distancia, en el matiz menos llamativo.
Incluir aquí vale como excluir. Los programas de estudio deberían ser dinamitados, y entonces los fragmentos liberados y expelidos podrían mostrar, en las figuras de sus itinerarios y en sus órdenes internos, sus naturalezas microcósmicas.
Honestidad filosófica
La palabra-concepto del discurso filosófico tradicional es como un ojo vanidoso que va constatando su propia miopía al ver su imagen distorsionada reflejada en el espejo natural. No puede negársele cierto coraje, pues se atreve a crearse un nuevo espejo (el de su propia pupila), y así busca claridad y precisión no en la regeneración del ojo propio, sino en la rectificación del espejo. La imagen más prístina la logra en el espejo-sistema, una especie de narcisismo totalizador supuestamente fundado en el viejo imperativo de «conócete a ti mismo», cuando en realidad no hace sino agudizar su propia ceguera. Olvida el ojo la intemperie que mueve su búsqueda, se olvida a sí mismo, y al final de todo ello resulta una forma peculiar de fetichismo conceptual: el de la musaraña.
Moraleja: honestidad de Spinoza al empeñarse en el oficio de pulir lentes.