The Matrix Resurrections
(Image credit: Warner Bros.)

¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?

La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?”
Inicio

«No existe sino esta vida que nos mata.»

Proverbio uruguayo

Hasta en los dibujos animados para niños he visto formulada la que parece ser la pregunta metafísica por excelencia del s. XXI: ¿y si el mundo fuera todo él una enorme simulación, como en Matrix? Está tematizada en clips científicos simulados de YouTube, se la hacen filósofos simulados en el aula delante de sus alumnos o en un congreso repleto de espectadores simulados, y lo cierto es que cualquier persona simulada, sola en su cuarto y reflexionando sobre las rugosidades del techo -eso le ha ocurrido hasta al gran Joan Manuel Serrat…-, da en hacérsela a sí mismo a ver si así se libra de los problemas reales que le aguardan en cuanto cruce la puerta.

Es tal el poder taumatúrgico que ha adquirido la tecnología desde que tenemos dispositivos móviles (cuando hubiese sido mucho mejor desarrollar la energía de fusión), que ya todos creemos que los chismes lo pueden todo, que no hay límite a lo que los ingenieros y los programadores podrían construir para nosotros o incluso contra nosotros.

Si eso lo ensamblamos además con cierto narcisismo fracasado del individuo cableado del Primer Mundo (intentamos querernos más que nada en el mundo, como nos vende la publicidad, de verdad que lo hacemos, pero no lo conseguimos, maldita sea, y entonces nos pasamos al consumo de los placebos de la felicidad), la duda cartesiana está servida: ¿no será toda esta porquería de vida mía una gigantesca simulación por ordenador y yo el único sujeto realmente existente? ¿O estaremos todos enchufados a un Gran Bluff, como los cerebros en la cubeta de Hilary Putnam, víctimas cortazarianas de la imposibilidad estética y lírica de asomarnos al otro lado? Yo, que nunca me he hecho esa pregunta, siendo sincero, tal vez porque desde muy temprano tuve un hermano pequeño e incordión que tomé en el acto por real, o porque tengo pocas luces, creo sin embargo que no, que es una hipótesis más que falsa, inútil, escapista y absurda, e intentaré explicar sucintamente el porqué.

Primero, porque si todo fuese una simulación cósmica, automática como en Matrix, u orquestada en tiempo real como en El show de Truman, habría que señalar antes que nada simulación de qué. En la película de Peter Weir está claro: se simula una correcta vida americana en una edge city, pero esto no es una simulación en el sentido de la interrogación metafísica del friki, es sencillamente una impostura, una tomadura de pelo y seguramente un delito muy grave en la persona inocente y cándida de Jim Carrey. En Matrix, lo que se simula es el Nueva York de finales del s. XX, y lo que se busca con ello es convertir nuestros cuerpos en baterías vivientes bulbosas, de un modo muy poco creíble, porque si eso pudiera hacerse ya se habría esclavizado a todos los animales y de paso a todos los desgraciados habitantes del Tercer Mundo, que soñarían vivir unos en La Arcadia y los otros en Park Avenue. Los barrios de casas sin tiendas ni plaza central de los suburbios de las ciudades norteamericanas existen, y Nueva York también, o existió, y tenía kitschies Trump Towers diseminadas por ahí (por cierto… ¿y si fue él quien planeó el 11-S para acabar con sus competidores?), así que esa no es cuestión metafísica alguna, ni está a la altura siquiera de La vida es sueño de nuestro Calderón de la Barca. La verdadera incertidumbre es, por tanto, si esta vida mía y la de mis parientes y amigos que parece tan fácil, tan rodada (en Siria nadie se ha preguntado los últimos diez años si los bombarderos son reales ontológicamente o sólo epifenoménicamente: son reales y punto…), pero a la vez tan falta de expectativas y tan poco ilusionante ya[1], no será, ¡la diosa lo quiera!, una extraña simulación, simulación de nada, que tenga un oportuno interruptor de apagado, un botón de “escape”, una caída de telón o lo que fuera que nos saque de aquí[2]. Y eso es lo que no tiene sentido, porque una simulación que no simula nada equivale a decir una realidad, puesto que la realidad o no de algo se mide no por lo que esconde detrás, como los operadores de un teatro de guiñol, sino por lo que es capaz de hacer, por su comportamiento posible.

Si la CIA, un suponer, tuviera un aparato como el de la obertura de Dune, una caja del dolor en la que metes la mano y te la abrasa, pero sólo mentalmente, eso no dejaría de ser considerado tortura por Amnistía Internacional. O si en un interrogatorio al sospechoso se le hace creer que han cogido a su hijo y le ha clavado un cigarrillo en la piel en la habitación contigua, su declaración ulterior no valdría legalmente un pimiento.

Es real lo que obra, decía Unamuno, no lo que es. Lo que es o no es no lo sabremos nunca a ciencia cierta, ni incierta, a decir verdad[3]. Como se ha señalado mil veces con otros ejemplos, de la misma manera que una hormiga es constitucionalmente ciega a lo que pueda significar coger un taxi, yo puedo no hacerme cargo en absoluto de realidades que superan por completo mi entendimiento y modo de existencia. Pero sí sé una cosa, y es que cuando yo necesito coger un taxi para llegar urgentemente al aeropuerto, o la hormiga transportar un grano de arroz al hormiguero para beneficio de la comunidad, mi creencia en que aquello que tengo entre manos existe es totalmente real, y la inercia de la hormiga en sacrificarse por el bien de sus congéneres también.

No quiero decir que el curso de mi creencia sea real, pero lo creído tal vez no, a la manera de Descartes, sino justamente al revés. Que exista fehacientemente el negocio que me lleva a Texas por avión es lo que origina mi acción de coger el taxi, y que exista el procomún del hormiguero es lo que justifica el esfuerzo que se está tomando Antz. Los efectos no pueden ser más reales que sus causas, y si un científico listillo quiere convencernos de que los negocios son una convención y el bien público del hormiguero un instinto, fuera de los cuales tan sólo existen cuerpos, o procesos físicos, o el mecanismo evolutivo, o el Gen Egoísta, el que vive en la irrealidad es él, y además no ha oído hablar del emergentismo de sistemas, que es fascinante. No son los organismos, o la evolución, los que se sirven de simulacros como los negocios o el altruismo para continuar su estúpida tarea de prolongarse indefinidamente, es la lógica interna de los negocios de los hombres, o del altruismo de las hormigas, la que se vale de esa especie de leyes básicas de funcionamiento del devenir para alcanzar sus fines, a menudo torciéndolas astutamente –Newton formuló la Ley de Gravedad, pero la física de un avión se apoya en ella para despegar. De modo análogo, que el Universo sea una simulación o no importa poco, ya que sea como fuere ese trasfondo ontológico es aquello que por un motivo u otro, o por ninguno (y los humanos, en mi opinión, jamás resolveremos ese misterio, ni falta que nos hace, porque nuestro élan es crecer…), resulta imprescindible para que el asesinato de Kennedy o una novela de Faulkner puedan tener lugar.

Tal vez existan los dioses, y palpen el tejido de lo real. Pero si tú eres un simple mortal, y al pedirle salir a alguien te responde que no podría decidirlo, porque lo mismo estamos viviendo una simulación global, no es que sea un espíritu soñador o perplejo, es que te está dando unas calabazas como unos panes de grandes.

La hormiga no puede pensar, entendiendo por pensar la forzosidad de tener que gestionar futuros alternativos, que es el fastidio eterno, y a la vez el privilegio magnífico, del Dasein. No obstante, todos esos futuros que se nos abren a cada paso son tan simulados como reales, reales en tanto simulados, simulados en tanto reales. “-¡Mamá, quiero ser artista!”; “-Hijo, tú lo flipas…”: tanto él hijo como la madre tienen razón a la vez. El hijo se ha inventado ese futuro mirándose al espejo disfrazado de Lizza Minnelli, o sea que es cierto que lo flipa, pero ese flipe es mejor que fliparse de que vas a ser Pablo Escobar, de manera que sí, puestos en la tesitura prefiere ser artista.

La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?”

La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?”. En tal caso habría que salir de la habitación, olvidarse de la metafísica de salón, sacar la basura previamente separada, no pensar que el tío durmiendo en un portal es un perdedor, encaminarse a una ONG o lo que sea a ver en qué se puede ayudar, despedirse del saltamontes del parque no vaya a ser que se extinga mañana, dejar de tomarse en serio las superproducciones americanas y desengañarse un poco de las ideologías circulantes leyendo por ejemplo a René Girard, cuando escribe, en Mentira romántica y verdad novelesca (de 1961):

El novelista, por su parte, desconfía de las deducciones lógicas. Mira a su alrededor y se mira a sí mismo. No descubre nada que anuncie la famosa reconciliación. La vanidad stendhaliana, el esnobismo proustiano y el subterráneo dostoyevskiano son la nueva forma que adopta la lucha de las conciencias en un universo de no-violencia física y, si es necesario, de no-violencia económica. La fuerza no es más que el arma más grosera para unas conciencias enfrentadas entre sí y corroídas por su propia nada. Privadas de esta arma, nos dice Stendhal, fabricarán otras nuevas que los siglos pasados no han sabido prever. Elegirán nuevos terrenos de combate, al igual que esos jugadores empedernidos a los que una legislación paternalista es incapaz de proteger de ellos mismos pues, a cada prohibición, inventan nuevas maneras de perder su dinero. Sea cual fuere el sistema político y social que se consiga imponerles, los hombres no alcanzarán la felicidad y la paz con la que sueñan los revolucionarios, ni la armonía balante que horroriza a los reaccionarios. Siempre se entenderán lo suficiente como para no entenderse nunca. Se adaptarán a las circunstancias que parecen menos propicias a la discordia e inventarán incansablemente nuevas formas de conflicto.

Pues eso es la realidad empírica: lo que obra, lo que opera, lo que tiene lugar, siempre e incansablemente atravesando “nuevas formas de conflicto”. Tanto es así, que todas las modalidades de simulación que hemos proyectado aposta los hombres también implican su propia problemática, o nadie se hubiera interesado en ellas ni las hubiese engendrado –nos encanta complicarnos la vida, que nadie se haga el disimulado. Únicamente se pueden calificar de completa simulación los paraísos sin fin ni dificultades que te venden desde la religión, la política, el amor romántico, el aprender/divirtiéndose o el marketing; de esos sí que hay que salir huyendo, como si fueran demogorgons…

Notas

[1] En El Topo de John Le Carré lo dice el malo, el agente doble, Colin Firth en la película: a ver si es que estamos permitiendo que el mundo occidental se nos esté volviendo tan feo y desesperanzado como lo fue el bloque soviético.

[2] ¿Y cómo podríamos saber jamás que efectivamente hemos “salido de aquí”? Como ocurre en Origen de Nolan, a una capa de sueño podría seguirle otra, y las matriuskas continuar ilimitadamente. Neo es un poco ingenuo, si después toda una vida en Matrix da por hecho que Morféo y Sion no son otra simulación. Por eso los filósofos pre-modernos, que son mucho más inteligentes de lo que los modernos nos han querido hacer creer -yo los tengo por muy superiores-, hacían notar que un proceso explicativo no puede retornar al infinito, y que si, por ejemplo, un reflejo de luz llega hasta la pantalla de mi ordenador, es posible que a su vez provenga de otro reflejo, pero ese encadenamiento no puede llevarse al infinito. Si en mi pantalla hay un reflejo, es que con toda seguridad existe una fuente de luz que por su parte no es un reflejo, y de ahí la Filosofía Primera y la Física de Aristóteles, así como las Cinco Vías de Santo Tomás. Una imitación precisa de un modelo originario para serlo, diga lo que diga Jacques Derrida.

[3] Antonio Escohotado solía decir, muy leibnizianamente, que real es todo aquello cuyo infinito, inagotable detalle concreto es imposible de reproducir o simular. Es muy bonito, pero eso es precisamente lo que los tecnólogos están tratando de subsanar mediante sus famosos algoritmos. Un algoritmo no es más que una “instrucción” cibernética, pero queda mejor decir “algoritmo”, para impresionar a la gente lega. No es impensable un algoritmo de diseño que detalle infinitamente un objeto virtual, sería como el Cálculo Infinitesimal de Leibniz aplicado a una realidad artificial: no se da toda su inagotable concreción en acto, pero la función puede estipular cada infinitésimo particular, que es como el Dios de Leibniz calculó el cualitativamente infinito mundo creado y también todos los infinitos mundos posibles e inexauribles que descartó.

Responder

Your email address will not be published.

Boletín DK